Sexo en la oscuridad
No es que la chispa se apagara, si no que comenzaba a ser monótono. Tras un par de años de matrimonio, el sexo empezaba a decaer. Seguían haciéndolo un par de veces por semana, pero más automatizado que pasional. Él era capaz de adivinar cuántas veces y de qué forma iba a llegar ella al orgasmo y ella sabía qué botones tocar para no eternizar el momento.
Por eso, en un intento por dar un toque de originalidad a las noches, quisieron hacer algo nuevo. Algo que no hubiesen hecho de novios, y que, a sus treinta y pocos años y con cinco de casados, supusiera algo incendiario, excitante, desconocido y morboso.
Pero realmente a ella no le había dado tiempo a hacer ningún plan. ;El llegaría tarde del trabajo y sería lo mismo de siempre. Ella se quedó en casa, cenando delante de la Televisión, aunque con la cabeza puesta en el riesgo de aburrimiento. Y se fue la luz.
La casa no era demasiado grande, pero perdida en la oscuridad le resultaba desconocido. Se quedó quieta en el sofá, intentando recordar dónde había dejado el mechero. Palpó la mesa con la mano, lo tiró al suelo en un torpe movimiento y cuando se fue a levantar, escuchoó un fuerte golpe. Los nervios no le dejaron percatarse si venía de dentro o de fuera.
Comenzó a caminar descalza hacia la puerta de entrada. Mientras tanteaba los obstáculos la piel se le erizaba por el frío de las baldosas. Se sentía ciega, vulnerable y débil. Y cuando estaba llegando a la puerta alguien le agarró de la muñeca, y la empujó contra la pared.
Sus labios se encontraron, apasionados. Los conocía. Quiso acariciarle, pero él aún la aprisionaba contra la pared sujetándole por las muñecas con una sola mano, mientras con la otra exploraba dentro de sus braguitas.
Cuando sus dedos ágiles encontraron el clítoris, ella se estremeció y un sonoro gemido salió de su boca. No podía ver, pero podía sentir. Sus nervios estaban a flor de piel y sentía intensamente cada caricia, cada toque. Cada vez que ella gemía, él se encogía y la intensidad de sus movimientos aumentaba. Ella le suplicó que la soltara las manos. Sus pezones estaban erguidos y duros. Él los rozó con su lengua provocando un escalofrío. Ella sentía la imperiosa necesidad de que la soltase, necesitaba sentirle en su interior.
Sus manos se liberaron y pudo acariciarle. Su rostro, su cuello, el torso. Él la despojó de su camisón y de su ropa interior y la cogió haciendo que sus piernas rodearan su cintura. Un juego de equilibristas donde sólo había un punto de equilibrio... Sintió cómo lentamente la penetraba.
Excitada, gimió tan alto como su voz lo permitía, y arqueó la espalda mientras él la embestía, una y otra vez. Cada vez más profundamente y con más fuerza. Los jadeos se entremezclaban con el sudor, el ansia y el placer. Sintiendo el sexo a oscuras. Sintiendo sólo sexo.
Él se puso más tenso aún cuando notó cómo la vagina de su mujer se contraía, excitándole y acercándole poco a poco al orgasmo. Y para ayudar a que ella lo consiguiera, volvió a jugar con su clítoris, acariciándolo, y arrancándole cada suspiro. Una vez ella llegó al clímax, él se dejó llevar, temblando y corriéndose por fin en su interior.
Todo había acabado. Sus jadeos se habían convertido en respiraciones entrecortadas. La soltó despacio y se dejaron caer sobre el suelo frío. A oscuras. Y se quedaron así durante un par de minutos más. Él se levantó a para encender la luz. Ella deseó que no fuera la cara de su marido la que viera.
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El Rincón Oscuro