Sexo con satén rojo
20 de julio de 1997. Era una casa rural enorme. Allí nos habíamos juntado todos los viejos amigos que llevábamos tantos años sin vernos. Para la ocasión me puse un vestido rojo con una tira anudada al cuello, buscando destacar mi tez. Habían pasado los años, pero el tiempo no me había tratado muy mal, y a estas alturas, ya sabía de sobra con qué vestimenta podía resaltar mis encantos. En mi interior, un sujetador y una minibraguita de satén rojo. Así me encontraba elegante, por dentro y por fuera, sexy, y sobre todo, segura de mí misma.
Éramos unas 40 personas las que habíamos podido asistir, aunque fallaron varias figuras importantes de aquél extenso grupo. Pero él no falló, él estaba allí.
Como una quinceañera el corazón me latía esperando encontrarle. Quería verle y que él me viera. Quería comprobar si él sentiría lo mismo. Quería rozarle y volver a respirar su aroma.
Sabía que él había venido, o por lo menos había confirmado su asistencia. A estas alturas, con hijos, trabajos y parejas, este encuentro se había pospuesto en varias ocasiones.
Saludé a viejas amigas, saludé a viejos amigos y por fin le vi a él. Estaba tal cual le recordaba, con la misma planta que siempre y notaba que mi voz me iba a temblar al saludarle, o peor aún, que no iba a encontrar las palabras adecuadas que no dejaran ver la gatita que llevaba en mí, pero que dejara entre leer un “aquí estoy pero no te he olvidado”.
Con paso firme se acercó a mí con una media sonrisa y tras darme un beso a la altura de la mandíbula me dijo. “Estás fantástica, como siempre”. Pensé que era una forma de estar educado conmigo cuando pude oír: “Y como había deseado encontrarte”.
Fue entonces cuando de forma disimulada y conocedora de que varios ojos curiosos tenían la vista sobre nosotros le contesté. “Yo también me alegro de verte”.
Empezó la fiesta en ese gran hall, en esa encantadora casa rural. Camareros bien vestidos salían con sus bandejas de todas las esquinas. Pude apreciar en repetidas ocasiones como nuestras miradas se encontraban, si no se topaba él con mi mirada, me topaba yo con la suya.
En un momento dado de la noche, coincidimos en la barra. Y como una gata que ya yacía en mí, le hice entender con gestos que nos veíamos luego y le indiqué el número de mi habitación. Él me asintió con gesto de alivio, como si su tensión desapareciera por momentos.
Sin embargo, mi corazón empezó a latir cada vez más fuerte invadido de nerviosismo. A las 3 de la mañana me fui a la habitación. No estaba segura de lo que iba a ocurrir, así que no quise cambiarme. Salí al balcón a fumarme un cigarro y al pasar otra vez a la habitación escuché un leve ‘toc-toc’ en mi puerta.
Con las piernas tambaleantes, abrí la puerta, y él entró rápidamente, cerciorándose de que nadie le había visto.
Al pasar a mi cuarto nos fundimos en un beso. La gata que había en mí se convirtió velozmente en tigresa.
Le tumbé encima de la cama y me puse encima de él, moviéndome sobre su miembro eréctil. Notaba que mi propia humedad me decía a gritos que quería más. Me puse de pie y me desabroché el vestido rojo de seda, que cayó a cámara lenta y con un vuelo elegante al suelo. Noté que le gustó mi ropa interior de satén rojo. Mi sujetador resaltaba mi torso y mis braguitas me quedaban como un guante en mi piel. Sin dejarle incorporarse, le desnudé. Me incliné sobre él y lamí su sexo, haciendo divertidos círculos con la lengua sobre su glande. Mientras jugaba con su miembro podía notar como mis braguitas se humedecían cada vez más. Seguía masturbándole y recorriendo con mi lengua cada una de sus venas fálicas, cuando noté que aquél excitante juego acababa en un orgasmo.
Sin descanso me tumbó de la forma más dulce sobre la cama. Me quitó lentamente las braguitas, mientras me besaba el pubis, para bajar a las ingles y finalmente al clítoris. La excitación a la que había llegado me provocaba una sensación de placer brutal, con cada tacto, lametazo o roce de sus dedos y su boca.
Una leve caricia de sus dedos me causó un intenso orgasmo que terminó en un gemido seguido de silencio.
Le miré a sus ojos, suplicantes de más, escondían una contradicción, el deseo de volverme a poseer y la posibilidad de que ésta fuera la última vez.
Casi sin aliento, tiré suavemente de su brazo, haciéndole el ademán de que se pusiera sobre mí y que me penetrara. Sin mediar palabra, me separó las piernas y se puso delicadamente encima y noté como entraba en mí, lo que hizo estremecerme de placer.
Con movimientos suaves y mirándonos a los ojos, se nos escapaban los gemidos, introduje mi mano entre su cuerpo y el mío y empecé a acariciarme el clítoris. El placer me había poseído, la tigresa poco a poco desaparecía y volvía a asomar una dulce gatita que disfrutaba con cada uno de sus lentos embistes.
Le giré para ponerme encima y mientras me apretaba a su cuerpo comencé a mover mis caderas hacia arriba y abajo, intentando alargar el momento de mi orgasmo para disfrutar a tope hasta que ya no pude aguantar más y dejando mi cuerpo muerto y a las órdenes de sus brazos que me movían para arriba y abajo estallé en un éxtasis indescriptible.
Cerré los ojos para saborear lo que acaba de ocurrir. Fue entonces cuando oí la puerta.
Abrí los ojos, todo había sido un sueño. Mi vestido seguía en mi cuerpo, mis braguitas seguían húmedas. Me levanté y abrí. Ahí estaba él. Cerré la puerta, le saludé y tras dos besos de amigos le susurré: “Soñaba contigo”.
Envíe sus relatos eróticos a elrinconoscuro@estrelladigital.es
El Rincón Oscuro