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La renuncia multilateral

La decisión del Presidente Obama de tomar parte en la campaña aérea contra el régimen de Muammar Gaddafi constituye una considerable mejora con respecto a la política anterior, una victoria de los idealistas de los derechos humanos en el seno de la administración, y la aplicación de un importante estándar internacional conocido como "el deber de proteger".

En 2005 -- habiendo calado por fin las grotescas lecciones de Camboya, Ruanda y Bosnia -- la Asamblea General de las Naciones Unidas y los Estados Unidos, acompañados en 2006 por el Consejo de Seguridad, suscribían el principio de que la prevención de atrocidades en masa tiene preferencia sobre el derecho de soberanía nacional. Cuando un gobierno practica el genocidio, la limpieza étnica o crímenes contra la humanidad -- emprendiendo en la práctica la guerra contra su propia población -- las demás naciones tienen el derecho y el deber de intervenir. En Libia, esta pauta abstracta se convirtió en la base de la acción. La administración Obama merece el mérito por su aportación a la hora de sentar este precedente.  

Pero Obama llevó sus propias alabanzas algo más lejos. Esta intervención, en su opinión, no es simplemente una respuesta de emergencia (aunque con retraso); es "justamente como debería de funcionar la comunidad internacional". Obama reivindica su enfoque libio como referente del liderazgo estadounidense. No lo es. 

En Libia, América no fue líder sino liderado. Durante semanas, la administración se vio paralizada por divisiones internas acusadas y enrocadas. Mientras tanto, Gadafi prometía "limpiar Libia casa por casa". Francia y Gran Bretaña pedían medidas anticipadas. La Liga Árabe apoyaba una respuesta militar. Sólo fue la semana pasada -- tras una reunión en la Casa Blanca descrita como "extremadamente conflictiva" -- que el presidente fijaba por fin un rumbo.

América no orquestó la respuesta internacional. En su lugar, América fue arrastrada hacia la responsabilidad por la claridad y la insistencia de Gran Bretaña y Francia. Incluso en ese caso, sólo fue la perspectiva de que Bengasi se convirtiera en otra Srebrenica loque dio a torcer la mano de la administración. La respuesta de Obama a la revolución libia encaja en el patrón de su política exterior, sentado durante la Revolución Verde en Irán y el reciente levantamiento de Egipto: La reacción dubitativa, el proceso caótico, el resultado esperado.

En respuesta a una crisis internacional, cada presidente se enfrenta a la renuncia multilateral. Actuar en concierto con el Consejo de Seguridad y las organizaciones locales conlleva una forma de legitimidad salida del consenso. Ello distribuye más ampliamente el peso global. 

Pero el riesgo de toda iniciativa multilateral es que la acción se diluya y se vea aplazada por el miembro más reacio de la coalición. En el pasado reciente, a menudo era Francia. En Libia, ese papel fue interpretado - increíblemente - por Estados Unidos. Esto cambió con el tiempo, por lo que el presidente merece apoyo. Pero en absoluto se puede describir como referente del liderazgo global.  

No es fácil responder a acontecimientos trascendentales cuando tienes un tiempo y una información limitados. El problema subyacente es que la reacción de la administración a los acontecimientos en Irán, Egipto y Libia no parece partir de ninguna forma coherente de ver el mundo. No es táctica improvisada sobre la marcha, sino estrategia improvisada sobre la marcha. La administración simpatiza con los manifestantes, pero considera demasiado arriesgada la acción a tiempo. En lugar de reconocer la oportunidad histórica de ayudar a llevar la reforma a Oriente Próximo en general, considera cada avance una amenaza a gestionar. Un día cualquiera parece suscribir el realismo frío, prefiriendo la estabilidad a la libertad. Al siguiente emplea la retórica de Woodrow Wilson. En el ínterin, recorre la delgada línea que separa la flexibilidad de la confusión.

La esencia de la política exterior de Obama es la ausencia de cualquier esencia; su doctrina, la ausencia de doctrina. A los aliados, les parece impredecible. A los reformistas, nada fiable.

Compare esto con el Senador John Kerry, D-Mass., interviniendo hace poco en el Carnegie Endowment for International Peace. Sin dejar de reconocer los riesgos del cambio rápido, Kerry afirmaba: "Igual que no se pudo reconstruir el Muro de Berlín, también sabemos que el viejo orden en Oriente Próximo no se puede recuperar". Él propone, junto a los senadores John McCain, R-Ariz., y el independiente de Connecticut Joe Lieberman, una batería de propuestas encaminadas a consolidar la reforma política y económica en Oriente Próximo, parecida a los esfuerzos estadounidenses en Europa del Este hace dos décadas. Según Kerry, los estadounidenses están seguros de que "la democracia permite la máxima expresión del espíritu humano y de que la libertad económica es el motor de la innovación humana. Estamos seguros de que cuando el pueblo puede confiar en su gobierno y fiarse de su sistema judicial, la sociedad que florece es la estable. Y estamos seguros de que la estabilidad y la prosperidad son poderosos antídotos contra los impulsos violentos del fundamentalismo y el nihilismo". 

En este momento, esperamos el éxito de las armas aliadas, la protección de los civiles libios y la caída del dictador. Pero es la visión de Kerry lo que debería de guiar al presidente.

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ACLARACIÓN: En una columna reciente, escribí que James O'Keefe había tratado de pinchar presuntamente la línea telefónica de la oficina de la Senadora Mary Landrieu. La acusación se redujo más tarde a entrar en un inmueble federal con un pretexto falso, de lo que O'Keefe se declara culpable. Según el acuerdo, la fiscalía y O'Keefe convienen en que él no tenía ninguna intención de manipular la línea telefónica.

Michael Gerson

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