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La mano de seda

La conversación con ella era fantástica. Sentados en torno a una mesa camilla, yo me sentía el hombre más importante del mundo. Aquella mujer me estaba dejando hablar sin interrumpirme y, encima, mostraba un gran interés por lo que decía. Las mejores mujeres para el sexo son las que dejan hablar al hombre. Para que se sientan importantes. Es una especie de mecanismo atávico. Una especie de rito sexual para que el macho se sienta poderoso y la hembra sumisa. Un instinto primitivo. Y aquella mujer, sabía en las cosas del instinto, me estaba tendiendo, sin que yo me diese cuenta, una encerrona sexual.

Mientras yo hablaba y hablaba de mi vida y milagros y deleitaba a pequeños sorbos un vino de garnachas centenarias, ella deslizó una mano por debajo de la mesa y la posó en mi muslo sin decir nada. Sin insinuar nada. Sin mover ni un sólo músculo de su cara. Sin dejar de mirarme atentamente. Incluso, inocentemente.

El roce de su mano sobre mi sexo, aun sin haber abierto la bragueta del pantalón, me produjo esa sensación de exaltación que produce el deseo y, sin apenas darme cuenta, me causó una erección casi infinita. Ella la notó. Pero siguió sin hacer ningún gesto en su cara. Yo tampoco. Y me limité a continuar hablando. Era un juego maravilloso.

Con una habilidad inusitada, bajó la cremallera de mi bragueta y extrajo, con una suavidad en desuso, mi pene vibrante y comenzó a acariciarlo. Suavemente. Muy suavemente. Parecía como si su mano llevase un guante de seda. Y me resultaba extraño porque, en general, las mujeres no saben cómo tratar el sexo masculino con la mano. Suelen ser torpes y violentas. Pero aquella mujer, no.

Yo, sin hacer ningún aspaviento, dejé de hablar y cerré los ojos. No sé el tiempo que pasó. No sé si mucho o si poco. Qué más da. Sólo recuerdo que volé como sólo puede hacer volar un grandísmo orgasmo.

Cuando abrí los ojos, ella únicamente me susurró: sigue contándome cosas…

Memorias de un libertino

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