El vídeo, la fontanera, el negrazo y la cartera
No me gustan los vídeos porno, pero toda la tarde escuchando la conversación sobre este o aquel vídeo, esa o aquella postura, los mejunjes entre tríos, orgías, intercambios, fue apabullante. Hablaron hasta de vídeos con guión. “¿Con guión?”, pregunté. “Sí, con guión. En el fondo hay historias entretenidas y además sexo”. “¿No es eso lo que buscas en un libro o en una peli en el cine?” “No busco sexo, cuando voy al cine; ni cuando leo, estáis deformados”.
Todos reían y yo, la verdad, también. Habíamos comido, y estábamos en el pub tomando unas copas. Bebimos y contamos chistes verdes, apenas hablamos de política y mucho de fútbol. A las nueve de la noche era imposible entendernos así que y yo me fui cuando la conversación, que iba y venía siempre al mismo sitio, parecía anunciar una visita a un garito de mayor relieve sexual. Antes de irme, Manolo se volvió, cogió una servilleta y apuntó varias direcciones de internet en ella. Me reí y él me la guardó en el bolsillo de la americana. Nos despedimos como siempre que nos vemos, como si fuera la última vez y los abrazos efusivos eran evocadores de otros tiempos más jóvenes. Barrigudos y talludos, decía Juan que éramos. Y tenía razón. Tanta que era inútil pretender lo contrario. “Si vais de putas, yo no voy. Hasta luego”. Y me fui.
Al llegar a casa, me tumbé en el sofá. Encendí la tele y me quedé dormido. Al despertarme me acordé de la servilleta, la cogí del bolsillo, arrugada y difícil de leer; fui por el portátil y me tumbé de nuevo. Lo encendí y fui a la dirección: un montón de ventanas anunciaba un montón de vídeos porno y pasando las páginas cada vez aparecían más, y más, y más. Me detuve en unos cuantos: eran fuertes, directos. Y no, no parecían historias con guión. Más bien el guión era el sexo y los insertos eran los diálogos. Pero eran verdaderamente fuertes, cada vez más. Con el tiempo aprendí a seleccionar por temas, por gustos de los espectadores. Un portento, aquello. El sexo sin contacto, y todo tipo de sexo. Me quedé dormido.
Sonó el timbre y me sobresalté, aparté el ordenador y fui a la puerta: era una chica rubia, espectacular con un mono azul atado a la cintura y con una camiseta blanca, minúscula, en el torso que marcaba sus curvas y sus pezones. Tenía una llave inglesa en la mano y los brazos dorados brillaban con la luz del recibidor. “¿Perdón?” Dije con un hilillo de voz. Ella mascaba chicle y se movía con sensualidad sujetando la herramienta en la mano y acariciándola con la otra. “¿No tienes una avería que yo pueda arreglar?” Estaba perplejo. Incapaz de reaccionar me aparté cuando ella avanzó hacia el interior. “Ya verás cómo te arreglo, majo”, me dijo mientras caminaba a zancadas hacia la cocina.
Justo en ese instante sentí paso en la escalera, una morena espectacular balanceaba sus caderas a cada paso avanzando a toda velocidad desde el exterior hacia mi casa. “No cierres, cariño, que tengo una carta para ti”. Era una cartera, llevaba su macuto al hombro, un hombro desnudo, descubierto por una camiseta de tirantes rosa en la que se marcaban unos pechos igualmente espectaculares. Entró. Llevaba unos shorts minúsculos y unas piernas gigantescas. Entró hasta el fondo, no quise mirar.
El caso es que me sonaban sus caras. Quizá eran vecinas del barrio, ya las había visto antes, sí, pero, lo que realmente me inquietaba era no recordar una avería en las cañerías de la cocina o haber visto alguna vez el servicio de correo un sábado por la noche. Cerré la puerta y fui hacia la cocina. Allí estaba la fontanera abrazando a la cartera, restregando sus senos contra sus pechos, la fontanera; lamía los morros de la cartera mientras le acariciaba la entre pierna con la llave inglesa.
Llevaba el mono bajado y su culo brillaba con la misma intensidad que sus brazos a la luz de la cocina. La cartera se subió en la encimera y la fontanera hundió su boca entre las piernas abiertas mientras se palmeaba en el culo cada vez con más fuerza. Apartó la cara mojada y me dijo: “Trae tu cañería”. Y yo fui, le agarre de los pezones, introduje mi sexo en el suyo mientras ella galopaba sobre el sexo de la cartera.
Cerré los ojos y cuando los abrí era la rubia la que se agitaba con mi miembro y la morena la que galopaba sobre su boca mientras me ofrecía sus enormes tetas. Volví a cerrarlos y al abrirlos estaba de pie y ellas dos de rodillas chupaban y lamían intercambiándose el miembro como si fuera un micrófono en un karaoke.
Cerré los ojos y al abrirlos sonó el timbre. Yo ya me había dejado ir y ellas terminaban juntas lo que yo había dejado escapar. Fui a la puerta, y me cubrí con una toalla que cogí por el camino. Abrí: un negro de dos metros, en pelotas y en pleno estado de excitación sonreía con una inmensa dentadura blanca. Hola, mi amol, soy el chico de los recados, me dijo mientras movía las caderas adelante y atrás. Me dio un susto de muerte y salí corriendo, abrí la puerta de la terraza, grité, vi que el negrazo se acercaba y acabé saltando al vacío.
Cerré los ojos y al abrirlos le dije a Manolo que me guardaba una servilleta en el bolsillo de la solapa: que no Manolo, que no, ni de coña; esas pelis sabes cómo empiezan pero luego, metido en harina, vamos, no me jodas, que no, que te metes en un lio. Paso de verlas.
¿Pero que tendrá de malo ver una peli? Dijo Juan perplejo. “Ya" dije yo, eso mismo pienso; pero ya ves, lo malo es que no tienen guion, creedme, aunque no he visto ninguna, todo es improvisación.
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El Rincón Oscuro