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El espíritu de la piedra

El público del Bernabéu cree venir de una verdad antigua, previa al fútbol; una verdad plagada de iconos y símbolos en la que se desprecia la estructura y la razón mientras se aplaude todo un rosario de cualidades indefinibles y algo confusas: la clase, el carácter, lo mágico, la casta, lo terrible: el espíritu por encima de todo. Parece que en su frialdad aparente, los madridistas buscaran un algo por debajo de la máscara del deportista que les haga comulgar con él. Como si la profesionalidad fuera un hecho convencional y sórdido, europeo y aburrido. Nada quiere saber esta gente de cánticos orquestados, y la sola idea de animar a los suyos, les parece vulgar. Chamartín es un teatro donde se escudriña al jugador hasta comprender el peso de su sangre. Estas abstracciones dan lugar a veces a espectáculos de una religiosidad desaforada y absurda, como todos los años en los que el estadio cantó a un Raúl desvencijado que paseaba sus calambres por España; y otras, a un silencio ártico al que sobreviven los cánticos de los rivales,  y algunos futbolistas hechos de rabia o indiferencia.

Hoy era el primer dia del invierno y nada se jugaba el Real. No estaba Cristiano Ronaldo, no estaba Xabi Alonso, faltaba Modric y Khedira ya no volverá. Aquel equipo que empezó con paso temeroso la liga, entre las leyes viejas de Mourinho y el nuevo orden de Anchelotti, se hubiera encontrado frente a un abismo en esta situación. Pero las piezas han soldado, la defensa tiene el gesto justo, el centro del campo está justo ahí, en el centro del campo; y en el ataque, los jugadores se abanican con rapidez y sin atender a mucho protocolo. La ocasión surge fácil y cuando se pisa el área es para contar cadáveres. Hay una estructura y es volátil, se borra con una ráfaga del enemigo y vuelve a aparecer en segundos. El equipo está muy cerca de encontrar su plena consciencia. No ha aparcado los vaivenes emocionales, pero estos ya no cuestan goles. Anchelotti ha sabido poner compuertas al caos, cuestión primordial, porque el fútbol es un juego, a veces tan frágil, que sobrevive en un párrafo entre el orden y el desorden. Mucho más en el Bernabéu donde los jugadores acaban somatizando todos los sueños y las pesadillas del hombre que mira y paga. Así que tienen que ordenar sus instintos, ser inmunes al silencio, desatar las emociones cuando convenga, saltarse todas las normas para asaltar el área y auparse sobre sí mismos para llegar a un techo mucho más exigente: el que marca el señor sentado en su sillón que se acuerda de cuando saltaba a los campos y quería regatear al mundo entero.

Hoy el cometa se posó en Arbeloa.

Anchelotti es un hombre prudente, que confía más en no sacar de quicio a sus jugadores que en un dibujo determinado. Sin Modric, que es un interior de interiores, ni Xabi, el mediocentro más puro de los existentes, optó por el doble pivote Casemiro-Illarra, para acomodar a Isco en la mediapunta. Di María en el lugar donde se reveló en el Benfica –el extremo izquierdo-, Bale a pierna cambiada y Jesé por el centro completaban el ataque. No estaba Karim; Isco sería la pausa. Así empezó el juego, con 10 minutos en los que se cumpieron las previsiones. Centro del campo de quite, aupando a Isco, que enganchaba con Jesé para desencadenar los ataques.  Ataques de corte fulminante a imagen y semejanza de sus ejecutores. Bale la tuvo contra el portero en un pase interior del malagueño. La vio tan clara que las estrellas le negaron la precisión del último toque, demasiado canónico, telegrafiado desde antes de la guerra. El balón volvía con fluidez a los pies madridistas, con una defensa acompasada en el quite y la distancia justa entre líneas. Avisó Ramos en un pase horizontal que está en los manuales del horror, que él era el verso suelto del equipo. No fue gol porque enfrente estaba el Galatasaray, con sus figurones venidos de riquezas lejanas y Mancini. Un entrenador al que compran a peso por su nombre, tan futbolero, y que se ha especializado en formar equipos sin carisma, ni túneles subterráneos, ni alegría. A la afición del equipo turco, muy animosa, deberían decirle algún día que jalean a un cadáver. Y eso es condenable con el reglamento en la mano.

El partido comenzó a disolverse en una fosa en el medio del campo, donde morían los intentos del Galatasaray y no acababan de encontrar claridad los del Madrid. El que más lo intentaba era Jesé, pero todavía se atora entre la pausa y su carrera deslumbrante. Aun así, estuvo a punto de embocarla en una jugada en la que Marcelo dejó pasmada a la defensa con un caño de primeras, que le abrió las puertas del área y se la dejó al canario que se embobó  imaginando las portadas de la prensa deportiva; vinieron y se la quitaron.

Un balón de mal augurio sobrevoló las cabezas de los defensas y a Ramos le cogió la espalda un turco indeterminado. Fue su momento. Braceó de forma ostentosa y el turco se dejó caer como una damisela envuelta en tules. El árbitro pitó la falta y expulsó a Ramos, el último antes del portero, que se fue maldiciendo su suerte entre el silencio exasperado del Bernabéu y los reproches de Carletto. Jesé pagó por el pecado de Sergio y en su lugar salió Nacho, el orden entre tanta luminaria.

El Madrid siguió el guión de emergencia y dio tres pasos atrás, con los turcos en la posesión pero sin llegar a la amenaza. Dos jugadas después, le pitaron un tiro libre a favor del Real a 40 metros del área. Bale chutó recto, liso, sin florituras ni buscando la escuadra y la pelota entró a dos metros sobre el nivel del mar, ante la estupefacción del portero que se imaginaba una cosa diferente. Quizás una comba llovida del cielo, o un ramo de flores o que el balón le fuera al regazo. Gol. Al momento, Drogba le recordó a Nacho que fue el rey en la selva y se lo quitó de encima con la mirada; vio a un delantero merodear la zona de Pepe y se la puso a su espalda, donde  el turco fusiló a la carrera. No pasó más en una primera parte extraña y sin un hilo del que tirar.

La disposición de los jugadores madridistas en el segundo tiempo fue diferente. Con cuatro futbolistas arrejuntados en el medio y uno sólo ahí delante: Bale. En la tercera jugada, Di María, dispositivo fotovoltaico muy sensible al ambiente, puso un centro dulce, a un lugar prohibido del área, más allá del punto de penalti, pero fuera del dominio del portero. Allí estaba Arbeloa que remató de primeras, en un gesto extraño, casi sonámbulo y la pelota cruzó la raya con delicadeza.

El partido cambió de tensión y surgió del sótano del estadio una energía encabalgada en Di María y Arbeloa que maltrató a los turcos como si fueran un equipo de parvulitos. Illarra, especializado en el quite por la espalda, montaba los ataques a los que daba vida el empeine de Isco y el jugueteo de Marcelo; punzaba el argentino, y llegaba surfeando la ola Álvaro al que le hicieron un penalti a traición cuando iba por el doblete. Había un cierto desorden festejado por la afición que terminó con la salida de Xabi Alonso sustituyendo a Casemiro. El vasco dio un repaso a su arsenal de frecuencias y dio el partido por acabado. Esa es la jerarquía que tiene ahora mismo Alonso; simplemente dicta las normas de la casa grande a los contrarios y nadie rechista. Xabi, con su trote cáustico, al que siempre nos gustaría ver con la camiseta manchada de sangre.

Entre la algarabía del final de la noche, existió un jugador que se movió en silencio desajustando las posiciones de la defensa rival. Fue Bale, que tuvo medio gol en sus botas cada vez que Isco lo divisó.

Hubo un abrupto homenaje a Cristiano Ronaldo, con caretas incluidas, que sonó desafinado, lindando con la vergüenza ajena. No es el Bernabéu el sitio para ponerse una careta si no para quitársela.

Los más inocentes, tuvieron su momento ilusionante cuando Iker le paró un cabezazo a Drogba en preciosa palomita. Se repitió excesivamente en los televisores, como si quisieran convencernos de alguna cuestión trascendental imposible de adivinar.

Cercano el final del encuentro, Arbeloa sale a caballo al contraataque con toda la fe. El estadio se enciende, y lo guía hasta la guarida, donde el balón se posa en Isco y todos desean que surja el momento. Isco la para, se sabe genio, nos mira, y comienza la fiesta de los regates. Sale de uno, se mete en otro y acaba colándose en el área. Dispara duro, pero hay un bosque  de piernas. Dá igual porque imanta el rebote y ya dentro de la casa, regatea al niño de delante y el portero se vence por una mirada torcida que le echó el malagueño mientras le escrutaba la cara.

Ese fue el último gol, que surgió del coraje y el genio, y la gente murió feliz con el partido.

Ficha técnica

Real Madrid: Casillas; Arbeloa, Pepe, Sergio Ramos, Marcelo (Carvajal, m.74); Casemiro (Xabi Alonso, m.59), Illarramendi; Bale, Isco, Di María; y Jesé (Nacho, m.27). No utilizados: Diego López, Benzema y Morata.

Galatasaray: Eray Iscan; Eboué, Gökhan Zan, Chedjou, Nounkeu; Felipe Melo (Gülselam, m.88), Inan; Bruma (Sneijder, m.64), Umut Bulut, Amrabat (Riera, m.67); y Drogba. No utilizados: Ceylan; Kaya, Sanoglu y Yilmaz.

Goles: 1-0. M. 37. Bale. 1-1. M. 38. Bulut. 2-1. M. 51. Arbeloa. 3-1. M.64. Di María. 4-1, M.81. Isco.

Árbitro: Collum (ESC). Expulsó por roja directa a Ramos (26) y amonestó a Arbeloa y Felipe Melo (36).

Ángel del Riego