El derecho a manifestarse y el abuso
Todo empezó cuando Ana Botella, alcaldesa de Madrid, dijo hace unos días que la capital de España no podía aguantar, económicamente hablando, el ritmo de manifestaciones y concentraciones que se estaban llevando a cabo este año. Un 97% más que el pasado. 2.700 entre enero y septiembre. 983 desde el 17 de julio. Y algunos días concretos, como el 27 de de ese mismo mes, 65 manifestaciones y concentraciones en un día, de las que 59 eran no autorizadas.
La alcaldesa aseguraba respetar, escrupulosamente, el derecho de manifestación, pero pedía prudencia por los enormes gastos que suponían. Sólo este año, 1,9 millones de euros en refuerzos policiales y 1,8 millones más en limpieza. Y que el pasado 25 de septiembre, por poner otro ejemplo, se produjeron cortes de tráfico que afectaron a 60.000 vehículos y 41 líneas de la EMT sufrieron todo tipo de incidencias. Además, de que la imagen de esas manifestaciones estaba dañando seriamente la industria turística de la ciudad que es muy importante.
Después ha sido Cristina Cifuentes, la delegada del Gobierno de Madrid, la que, haciéndose eco de la indignación de comerciantes y vecinos del centro de Madrid, propuso abrir un debate sobre el modo de articular de la mejor manera posible el derecho de reunión y manifestación, para que su ejercicio sea compatible con el derecho a vivir, circular y trabajar en un lugar habitable.
Y más tarde aún, el fiscal general del Estado, Eduardo Torres Dulce, ha señalado que los poderes públicos pueden regular, si lo consideran necesario y sólo administrativamente, el derecho de manifestación sin conculcarlo.
Pero estas reflexivas declaraciones han servido para que los profesionales de la manifestación hayan empezado a decir que son una intentona fascista de la derechona española para quebrantar libertades fundamentales.
Debe ser que no son libertades fundamentales las que tienen los que no se manifiestan y lo único que reclaman es cordura. Que se regule ese derecho con sentido común. Y que esa regulación permita que los comerciantes madrileños del centro también puedan llevar a cabo sus derechos fundamentales. Reclaman algo tan sencillo, por ejemplo, como que las manifestaciones se repartan por todo Madrid y no sólo en su zona. Porque, además, muchos manifestantes, amparándose en el derecho a manifestarse, se dedican a practicar la violencia y son ellos los que sufren las consecuencias.
Pero nadie ha hablado de cargarse ese derecho fundamental de manifestación. Se ha hablado de regularlo administrativamente para impedir el abuso. Y, que yo sepa, hablar también es un derecho fundamental en España. ¿O no? Y más, cuando se hace para reclamar el derecho a trabajar y a circular libremente por la ciudad.
Pero parece que ni siquiera se puede hablar en España cuando se hace sobre asuntos que afectan a la campaña de marketing que tiene montada la izquierda este año.
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La sonrisa de la avispa