viernes, abril 19, 2024
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Ausencias feroces y ecos clásicos en la poesía de Guillermo Gardel

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Quisiera comenzar el año hablando de un libro que vio la luz a finales del pasado: Poemario de ausencia y otras ferocidades, de Guillermo Gardel, en la editorial Letrame. Lo primero que me resultó de él llamativo fue su extensión: 143 páginas, poco habitual en el panorama poético contemporáneo, donde el triunfo es de la ligereza, con poemarios que tienen un verso o dos por página y se hallan atravesados de ilustraciones que supuestamente hacen más amena la lectura. Lo que estos autores –y editores– actuales parecen no comprender es que, en el género de la poesía, no se debe buscar la ligereza, sino precisamente la hondura. Hay que separar el poema del aforismo. Decía Lorca que la poesía no quiere adeptos; quiere amantes. Por eso, hallar un poemario extenso y elaborado, trabajado, en estos tiempos que corren, supone una verdadera fiesta para los sentidos.

 

Las sorpresas no terminan aquí. Desde un primer vistazo, el lector comprende que no se encuentra ante un libro más de poesía actual, atendiendo solamente a la estructura de las composiciones, en muchas de las cuales se hallan presentes esas dos maltratadas compañeras: la métrica y la rima. Señores, el escepticismo está servido. ¿Rima en pleno siglo XXI? Pues sí, y muy dignamente. Con la rima pasa ahora lo que pasaba en aquella fábula de Esopo en la que una zorra, tras tratar en vano de alcanzar un racimo de uvas, se conformaba a sí misma afirmando: “no están maduras”. Muchos poetas actuales escriben en verso libre porque no se atreven con la métrica, sin comprender que el verso libre debe ser una elección y no una consecuencia de la falta de técnica, porque el verso libre posee su propia filosofía –mi amigo, el estupendo poeta Paco Ramos Torrejón, tiene una auténtica teoría al respecto.

 

La cuestión es que Guillermo Gardel se sirve bien de la rima en muchos de los poemas, que mantienen la esencia clásica no solo estructuralmente. La lectura de Poemario de ausencia y otras ferocidades no requiere ese “primer vistazo” del que hablaba antes, sino que exige empaparse y profundizar; releerlo varias veces, si es posible, descubriendo en cada lectura nuevos matices, como ocurre con los buenos libros. Leyendo esta obra, a veces he olvidado que me encuentro ante un autor nacido a finales del siglo XX, porque –salvando la incursión de algunos términos inevitablemente contemporáneos– podría estar escrita a comienzos del mismo.

 

El eco de autores clásicos surge en una poesía que es a un tiempo imponente y delicada, firme y vulnerable. Elegante, en cualquier caso; honda, plagada de un amplio vocabulario. La lírica descripción de la naturaleza que retrata, en verdad, el paisaje del alma, es un rasgo machadiano que podemos encontrar en poemas como “XVI” –la mayoría de las composiciones no tienen título–: “De las romas colinas los espliegos / olorosos saludan y, a lo lejos, / como entonces, las crestas azuladas / de la sierra parece que se esfuman / fundiendo su perfil con la neblina”. También el elemento del sueño para invocar el pasado, el amor perdido: “Ayer soñé… el calor lejano / de tu ausencia” (“XLIII”). La huella de las Rimas de Bécquer aparece no solo en la numeración de los poemas, sino también en algunas estructuras –“XXX”, “LXVII”, “XCI”–, en el enfrentamiento del yo y del tú poético, en las frecuentes ecfonesis o exclamaciones que aportan intensidad emotiva. Hay partes que recuerdan a las etapas juveniles de Rafael Alberti, Federico García Lorca o Emilio Prados: “Del corazón queda el hueso. / Del hueso queda la esencia.  / Y ha pasado mi memoria / a remar contra la ausencia” (“II”). Las paranomasias barrocas y juegos de palabras, que podrían hallarse en composiciones de Góngora y Quevedo, relucen en ingeniosos poemas como “[Esquema de vida y muerte]”: “Posarse en la vida. / Pisar la vida. / Pasar la vida. / Pesar la vida. / Y, al final: reposarla”.

Pero la influencia más importante corresponde, en mi opinión, a dos poetas: Miguel Hernández y Juan Ramón Jiménez. Del primero toma el campo semántico del dolor, del tormento: los rayos, la sangre, las heridas vitales: la pasión. Incluso surge, “repentino”, el silbo hernandiano –de El silbo vulnerado– en el poema “XXVI”. Por su parte, la esencia juanrramoniana sobrevuela con sutileza los cien poemas que componen el libro, volviéndose muy corpórea en algunos concretos, como el magnífico “VIII” –uno de mis preferidos–, que recuerda al famoso “El viaje definitivo”: “Y las aguas del río / cantarán, como siempre”. Ese yo lírico tan fundamental para Juan Ramón preocupa también a Guillermo Gardel, para quien su identidad es “refugio a ras del tiempo” y también incertidumbre: “Al final de la conciencia el ‘yo’ desnudo / con la duda de ser uno ante sí mismo” (“LII”), “Rasgar de súbito gesto mis máscaras. / SER, EN ESENCIA, YO… Y CONTARLO” (“LXXXVIII”).

 

Sin embargo, estas conexiones solo muestran la voracidad lectora de Guillermo Gardel, que tiene voz propia y que es capaz de conjugar todas las influencias  en una nueva y original propuesta literaria, en la que combina los poemas de corte más clásico con lo que llama “ferocidades”: breves prosas poéticas en las que, libre de métrica, despliega con agilidad un universo sensorial de recuerdos, experiencias y sueños pasados por el filtro multicolor de la lírica. En estas incursiones más espontáneas descubrimos todo su potencial para crear imágenes. La metáfora, de hecho, es un recurso habitual en toda su obra, en algunos casos magistrales: “Mis pies, alas de tierra”, “Te quiero desde que anidaban tórtolas de leche en mis encías”, “Como cuando verte dormida era lo mismo que soñar los dos”…

 

“La mía es de esas muertes que se agrandan”, escribe el poeta. La muerte, a veces en vida, se identifica con la ausencia, que es el tema central del poemario. Como él mismo explica: “Hace tiempo que comprendí que todo el espectro emocional puede explicarlo la Ausencia y, por derivación, los tentáculos feroces que de ella emergen” (“Ferocidad 25”). De ese modo, el autor conjura los fantasmas devorados por la ausencia y los resucita en su presente a través de la literatura, en la que alcanzan la eternidad. Así utiliza la poesía, un “remiendo para distanciarse de la distancia”: “Posiblemente, contigo colgaría la tinta al sol hasta que se evaporase en una especie de rocío transparente” (“Ferocidad nº 18”). A menudo la contemplación se impone a la acción, la literatura a la vida: “prefiero morirme de frío a los pies de tus ventanas que armarme de gallardía invernal y llamar a tu puerta” (“Ferocidad nº 6”).

 

El perfil del yo lírico trazado a lo largo de la obra es tan sugerente que inevitablemente conduce a interesarse por la figura del autor. Pero, ¿quién se encuentra tras la aliteración que cuelga de este pseudónimo, Guillermo Gardel? Un abogado zaragozano de treinta años –sí, treinta; no más, a pesar de lo que cabría pensar por la tendencia al clasicismo y el mosaico de lecturas reflejado– que comenzó escribiendo las letras de las canciones de su grupo –en este punto hay que señalar la importancia de su formación musical en su obra poética–  y que ha terminado dando luz a este primer libro que ha presentado en una elaborada labor promocional a través de las redes sociales, principalmente Instagram, demostrando que esta plataforma también puede albergar buena literatura y que la buena literatura también puede ser accesible y generar miles de seguidores, lo cual hace recuperar gran parte de la fe.

 

En cuanto a Guillermo Gardel, que se ha negado a revelar su rostro hasta la publicación del libro –con el fin de que los lectores se centraran en sus textos y no en su persona–, se autodefine como un “espíritu otoñal” y se enorgullece de su “coraza”. Pero en su perfil de Instagram también habla de gastronomía, fútbol y música –siempre de forma cautivadora–. Literatura y realidad se confunden en su persona y en su personaje, dejando siempre un margen de enigma para los lectores. En cualquier caso, como lectora, recomiendo insistentemente su primera obra.

 

Marina Casado

marinacasado.com

 

 

 

Marina Casado

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