jueves, abril 25, 2024
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El turismo es la nueva Mesta

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Refugiado en un valle de la jiennense Sierra de Segura, me llegan lejanos ecos del tumulto veraniego. Desde el silencio -no tanto, como cuento al final- de las lomas de olivos y pinares, me sorprende el afán de concentrarse todos en las playas y ciudades.

Creemos que el turismo es el maná que compensará nuestra desindustrialización. Damos la bienvenida a esas masas que dejan dinero, hacen crear efímeros empleos y convierten ciudades, playas y montañas en hormigueros. El turismo se comporta como un nuevo Concejo de la Mesta, aquel que por los intereses de los ganaderos y los laneros fue responsable de gran parte de la desertización de España.

Las ciudades y pueblos aspiran a tener más turistas, aunque para ello deban cambiar su estilo de vida, su sosiego y su fisionomía. Cuando los turistas se van, poco a poco los pueblos recuperan su ritmo, sus hábitos, su verdad y sus problemas, como bien decía el cantante francés Jean Ferrat.

Uno de los problemas del turismo es hacer compatibles los derechos de los visitantes con los derechos de los residentes. Y casi siempre, el ansia de hoteleros y hosteleros, inclina la balanza del lado de los visitantes. Así viene sucediendo desde que Fraga decretó la barra libre a la edificación de costas y a la destrucción del paisaje en aras del desarrollismo. Desde hace más de medio siglo nadie ha cambiado el paradigma, ni derechas ni izquierdas y así conseguimos tener las costas más desastrosas y hormigonadas del mundo.

La llamada paradoja del turismo es que cuantos más turistas acuden a un destino, más pierde éste su atractivo. Cuando ensalzamos un lugar recalcamos que «no hay turistas», porque, como decía Pierre Daninos, «los turistas siempre son los otros». Pero no importa, se hace mucho dinero. Ciudades como Venecia, gran parte de Barcelona o de Lisboa, ya no tienen nada de romántico ni de misterio. Antes era el turismo kodak, ahora es el turismo instagram. Lo que cuenta es contarlo, enviar fotografías.

Como a la Mesta hasta finales del siglo XVIII, hoy al turismo todo se supedita. No importa que la catedral no sirva ya para rezar ni meditar, ni que el museo para contemplar tranquilamente un cuadro, ni la playa para nadar ni para tomar el sol, porque están abarrotadas (y además tenemos miedo de los rayos solares, entre muchos otros miedos), ni las Ramblas para pasear y flâner.

Junto al turismo surge un comercio adocenado, entre la franquicia uniforme y la baratija del souvenir. Y se fomenta la constante animación de calles, para que no decaiga. Así, se acabó, o se ha acabado, con los comercios de antes, pequeños talleres, librerías. Chiringuitos y terrazas ocupan el dominio público, tanto urbano como litoral. Spolia opima.

Intenten pasear por el Barrio Gótico barcelonés, por la Baixa lisboeta o por Saint Germain des Prés. Se acabó lo auténtico, su viejo atractivo. Son parques temáticos, como terminará siendo toda la vieja Europa a este paso. Si quieren saber lo que eran, acudan a viejas fotografías.

¿Habrá una forma de equilibrar todo? Hay algunos ensayos, como los del turismo rural portugués, las calles de Bilbao o ciertas ciudades inglesas y escocesas.

Marañón decía que se puede comer de todo, pero con moderación. Pues sepamos que se puede viajar y ser turista, pero con moderación. Más difícil es pedírsela a los voraces hosteleros o a los constructores. Pero me parece que para eso estaban el Estado, las Comunidades Autónomas y los ayuntamientos. ¿O ya no?

Ah, perdón, que la Sierra de Segura tampoco es un paraíso de calma ni hay tanto silencio, que una persona aquí al lado tiene instalada una motobomba para regar su olivar trece horas al día  que es ruidosa, contaminante, molesta e insalubre. Pero la Agencia Andaluza de Medio Ambiente, AMA, no parece que quiera intervenir. Y el ruido lleva siete veranos.

En fin, no existe la perfección.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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