sábado, mayo 11, 2024
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El homenaje de la memoria

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Hoy me acuerdo de Javi. Mi buen amigo Javi. Estuve con él este verano. Lo quiero mucho porque destila humanidad en su mirada, ríe y disfruta de la vida aunque, a veces, se quede pensativo, mire y ponga un gesto que a mí me descorazona, porque en realidad no sé qué quiere decir. El caso es que Javi no quiere decir nada, simplemente vive. Y lo hace a borbotones de cariño: el que él da, el que recibe de su familia. De Ana Rosa, su mujer, de su primo, el bueno de Dimas, que tanto me ha enseñado tantas veces y con él que muchas veces más me he peleado por esto o por aquello, algunas delante de Javi, apaciguador, sereno y tranquilo, llamándonos al orden. El orden de la amistad, algo que valora como otros valoran el oro.

A Javi le molesta que no le coja el teléfono, “Javi no se lo cojo a nadie”. Y deja en suspenso esa mirada de gato dócil y meloso, esa mirada que no sé si me recrimina mi falta de afecto o me dice a dónde vas con ese carácter. Y luego me arrepiento de no haberle atendido, de no escuchar sus consejos sabios y prudentes que surgen de la espontaneidad de su naturaleza cercana, cuidadosa, prudente y tolerante. Me arrepiento y cuando lo tengo delante, me avergüenzo. Pero no se lo digo, para qué.

Ayer me acordé de él. Me acordé de muchos, y de él. De este verano. De otros días en Bilbao, enredando por aquí y por allí, ojo avizor, cuidando con su humanidad las espaldas de Dimas, las mías, las de los vivos a los que quiere. Claro, qué iba a hacer él que sabe que la vida se va en un instante, que vuela con fuerza arrolladora más allá del cuerpo y que es muy difícil retener cuando llega la hora fatal. Él, que sabe bien que la hora fatal, esa que dicen que tenemos asignada, a veces se adelanta porque un criminal, un envalentonado, se arrima silencioso, moviéndose entre las sombras y dispara un relámpago de muerte en la cabeza. Y zas, te adelanta el reloj.

Me acordé. Cómo no voy a hacerlo. La última vez que lo vi iba al Congreso a recibir el homenaje que se merece. El que a él y a todas las víctimas del terrorismo les hace, cada año, la democracia española. Él va, claro. Va porque se merece el homenaje.

Ayer me acordé de él y me di cuenta de que yo nunca le he rendido un homenaje, y que, en cambio, he sentido muchas veces su dolor, el de Ana, como si fuera mío, un dolor de antes, de mucho antes. Un dolor agudo, punzante. Un dolor frio y cortante que se desliza de mi corazón al alma, hasta atravesar todo el valle de sensaciones por donde se mecen las imágenes del sufrimiento, de las mañanas frías, las noches heladas, las procesiones hasta la capilla, los funerales, el camino del cementerio, la casa del pueblo silenciosa y llena de gente, pero angustiosamente silenciosa; esas imágenes que van y vienen dentro de mí y que se derraman como lagrimas invisibles cuando tengo a Javi delante, y me doy cuenta de que nunca le he rendido un homenaje.

A Javi le disparó un etarra en la cabeza el diez de junio de 1997, cuando había salido a pasear a su perra. Le dieron por muerto. Estuvo cuarenta y cinco días en coma y, probablemente, le debe la vida a su perra que presintió el peligro y desequilibró, protectora, al asesino. La bala entró por la nuca y salió por la boca.

Javier Pérez Aja hoy está vivo, los asesinos no pudieron con la fuerza de su vitalidad, con sus ganas de vivir. Mi hija me dijo ayer que había pensado en él al conocer la noticia, en él y en Fernando y el abrigo de Eli manchado por las flores de las coronas, en él y en todos los que ya no estaban. Yo también. Pensé en él y en los que ya no están. Pensé en él porque para mí es la imagen que mejor puede representar mi cariño por los que no han podido compartir este día con nosotros, aquellos que nos arrebataron.

Cuando pasen las emociones mi homenaje será no olvidar, Javi. No olvidar nunca. Y el tuyo, Javi, debe ser vivir, para dar con tu vida sentido a tanta muerte. Vivir y no olvidar.

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Rafael García Rico

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