Anotemos, en primer lugar, dos asuntos en los que el Gobierno insiste una y otra vez. El primero, que España no es Grecia ni tiene los problemas de este país ni se expone a los mismos riesgos. Las emisiones de deuda pública son seguras, altamente calificadas por las agencias, aceptadas por los inversores. El segundo, que en España, además del pavoroso problema del paro, falta crédito para que unas empresas se sostengan y otras iniciativas se pongan en marcha, lo que ralentiza el crecimiento y, así, la creación de empleo. También el Gobierno insiste en ello, como si fuese un asunto ajeno a su política o en el que sólo cabe animar a los banqueros o pedirles que «arrimen el hombro» después de las medidas del mal llamado «rescate», ya que más bien era convertir en público el crédito interbancario, lo que no por ello es asunto menor. Demos ambas cosas por buenas.
Que la deuda pública esté bien calificada no significa, en primer lugar, que no sea un problema: nos resulta muy cara y agobiante y, además, retrae recursos para la actividad productiva. Es tan buena, al parecer, y cuenta tanto con el poder de seducción del Estado, que las entidades financieras a las que se les reprocha que no sean generosas con el crédito no tienen inconveniente en suscribirla. Si los bancos no prestan porque, en orden a su negocio, no pueden hacerlo a quien no creen que vaya a devolverlo, no se les puede criticar o presionar y menos desde el poder. Si lo que faltan son recursos disponibles para ello, no sólo se puede achacar a la acumulación de bienes inmobiliarios ahora depreciados, sino a lo que la deuda pública detrae del mercado. Si es antipatriótico recelar de la deuda española, será patriótico suscribirla, ya lo hagan particulares o entidades financieras. Y, paradoja, lo patriótico va a terminar por convertirse, si no lo es ya, en un problema para el crecimiento económico.
Germán Yanke