viernes, abril 26, 2024
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Amnistía; ni Estado ni resolución

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Casi 4 meses después de las elecciones, por fin, ha habido investidura. Pedro Sánchez ha sido investido Presidente aunque maniatado –como no se han cansado en recordarle sus socios de investidura– a las exigencias de los partidos independentistas. Nada que decir tendría si esas exigencias se enmarcaran en el sano entendimiento de quienes se ven obligados a pactar y, en consecuencia, a asumir parte de los presupuestos de sus socios de investidura, eso sí, siempre y cuando se encaminen a la búsqueda del bien común de los gobernados. El problema está en que mientras unos debieran hacerlo pensando en todos, otros lo hacen pensando en unos pocos, y eso se aleja del bien común que debe perseguir toda democracia. Legítimo –podrán esgrimir–, sí; pero también legítimamente excluyente. Y es aquí donde radica el problema. 

Se podrá argumentar que tanto Aznar como González tuvieron que condicionar sus investiduras a cambio de concesiones exigidas por los que entonces se denominaban nacionalistas –hoy abiertamente independentistas–, pero ninguna de esas exigencias conllevó la presentación previa a la investidura de una proposición de Ley de tan hondo calado –como es una amnistía– y con serias sombras sobre su constitucionalidad. Una Ley de amnistía que no solo no se encuentra recogida en nuestra Constitución sino que además por su excepcionalidad no parece oportuno que sea aprobada como una ley orgánica más, es decir, con el voto de la mayoría absoluta de la cámara. Y es que, que determinadas normas que por su naturaleza atañen a cuestiones troncales de nuestro ordenamiento constitucional (la Ley electoral, por ejemplo) o la elección de determinados cargos institucionales (la renovación del Consejo General del Poder Judicial o la elección del director/a de RTVE) se aprueben por mayorías cualificadas de dos tercios o tres quintos de los diputados invita a colegir que una Ley tan excepcional como la amnistía debiera ser aprobada con una mayoría reforzada de, al menos, tres quintos de los diputados. De lo contrario esa Ley será más de parte que del todo y quedará impregnada de una importante dosis de parcialidad invalidándola moral y políticamente. De hecho, si nos vamos a los antecedentes históricos más asimilables a la propuesta Ley de Amnistía de Sánchez y sus socios independentistas –por favor, no nos digan que es una propuesta de iniciativa parlamentaria–, tanto las de la II República –amnistías de 1934 y 1936– como la de la legislatura constituyente de 1977 fueron aprobadas por una amplísima mayoría. La de 1934 fue propuesta tras el recién estrenado Gobierno centrista de Lerroux y se aprobó en el parlamento por un 67% de los votos (3/5 de la cámara) que, entre otros, incluía la amnistía al golpista Sanjurjo; y la de 1936, entre cuyos indultados se incluía al condenado Luis Companys por declarar la República Catalana durante la revolución del 34, fue aprobada por el método de urgencia de Decreto-Ley, con el voto unánime de los representados en la Comisión Permanente del Congreso de los Diputados. A diferencia de la de ahora, las dos amnistías iban incluidas en el programa electoral de los partidos y, aunque tuvieron un amplio respaldo en su aprobación, fueron interpretadas “de parte” por unos y otros (izquierdas y las derechas), contribuyendo en suma a caldear aún más el ambiente prebélico que ya imperaba desde las elecciones de 1933. Quizás por eso y aprendiendo de nuestra propia historia, los diputados preconstituyentes aprobaron en 1977 una nueva Ley de Amnistía con una abultadísima mayoría de 296 votos a favor, 19 abstenciones, un voto en contra y otro nulo, de manera que no quedara resquicio de duda de que se trataba de una demanda amplísimamente respaldada por la ciudadanía y que facilitaba una transición a la tan añorada democracia. 

La amnistía que hoy se plantea tiene poco que ver con la del 77, y menos con las de los años 34 y 36 salvo en lo de amnistiar a golpistas y en su aparente parcialidad. La que ahora se nos presenta no nace de la voluntad popular sino de la “necesidad” de un candidato a la presidencia del Gobierno que unos pocos días antes negaba rotundamente la virtuosidad de esa misma Ley y que hoy abriga con inusitada advocación. Tampoco le pareció entonces muy ajustada a Derecho la propuesta, pues negó una y mil veces antes que ahora la Constitucionalidad de la norma. Y hete aquí que el Presidente se nos ha desvelado como un conspicuo azote del principio aristotélico de “no contradicción” que es la imposibilidad de que se dé y no se dé lo mismo a la vez. ¡Qué dechado de virtud con lo simple que es! Si antes no era lo que ahora es, es porque antes y ahora sirven para el mismo fin: ganar perdiendo o perder ganando. Así que, ¿qué importa ahora que sea constitucional lo que antes no lo era?

He leído la copiosa exposición de motivos de la “Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización, política y social en Cataluña”. ¡Dios, qué pomposidad, con lo fácil que hubiera sido llamarla Ley de amnistía para independentistas catalanes! Lo primero que me llamó la atención es que el texto no estuviera también en catalán; lo cual me parece una ofensa imperdonable ahora que los españoles estamos obligados a escuchar a nuestros diputados nacionales en sus lenguas cooficiales, y no entiendo que no haya habido una queja formal a estas alturas. Lo segundo, que entendiendo que una exposición de motivos debe desarrollar el qué, el por qué y el para qué se hace la Ley, sin embargo, no se mencione lo que el promotor de la Ley afirmó sin tapujos cuando nos contó que se hacía porque no había otro remedio –aquello de la “necesidad virtud”– si quería contar con los votos de los partidos independentistas –únicos beneficiarios– para su propia investidura. Claro que de haberlo mencionado quizá hubiera incurrido en una cierta arbitrariedad legislativa y con ello la Ley no acabase de encajar del todo bien con el artículo 9.3 de nuestra Constitución. Amén de que si lo hiciera, lo mismo metía en un lio penal primero al legislador y después a los magistrados que dieran el placet de constitucionalidad; y, la verdad, no está el horno para bollos. Lo tercero, que en la justificación de motivos ponen como ejemplo de amnistías equiparables las recogidas en los ordenamientos constitucionales de Italia, Francia y Portugal. Y no parecen los mejores ejemplos si tenemos en cuenta que la Italiana necesita los apoyos de 3/5 partes de la cámara para ser aprobada –vaya, qué sentido común–, y que la Portuguesa, aun llamándose amnistía, parece tratarse más de un indulto que de una amnistía –cosas del idioma–. Lo cuarto, la cantidad de veces (hasta una treintena) que insiste en que la amnistía es constitucional, cuando para ello es de suponer que será el Tribunal Constitucional el que tenga que pronunciarse si a alguien se le ocurriese interponer recurso de inconstitucional. Por último, y en quinto lugar, las bondades de las que esta Ley presume se orientan básicamente hacia tres objetivos, a saber: la necesidad de poner fin a un conflicto político arraigado en el tiempo; acabar con la desafección de una parte importante de la población catalana con las instituciones estatales; y reforzar el Estado de Derecho. Y digo yo; ¿pone fin a un conflicto político el perdón de aquellos que dicen que seguirán con el conflicto hasta que no consigan el propósito de “su” conflicto? Pues, la verdad, así de primeras no lo parece. ¿Acaba la presunta amnistía con la desafección hacia las instituciones estatales de aquellos –independentistas– que niegan esas mismas instituciones en las que no se sienten representados? Permítanme que lo dude. ¿Se refuerza el Estado de Derecho negando las normas que lo sostienen? Yo diría que más bien lo quiebra. Pero lo más importante; ¿quienes son los agraviados en esta Ley de Amnistía? La amnistía por definición es el perdón y para perdonar ha de haber a quién perdonar. Puede tener que perdonarse a todos (amnistía de 1977) o solo a una parte (en cierto modo las amnistías del 34 y 36) pero no se puede no tener a quién perdonar, pues sin objeto del perdón no puede haber perdón. Si asumimos que el Estado y los independentistas son merecedores de tal medida de gracia pues ambos por igual fuesen responsables del conflicto, sométase a la Nación su aprobación. Si asumimos que solo una parte es merecedora de tal perdón exíjasela una contraprestación. De lo contrario no habrá ni Estado ni resolución.

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