Sobre la conciencia colectiva de España recae la culpa por una injusticia, que nos pone en entredicho en el ámbito internacional. Un magistrado español, titular de un Juzgado Central de Instrucción de la Audiencia Nacional, ha sido condenado por prevaricación por el Tribunal Supremo. Quien ha tenido responsabilidades cruciales en la persecución de delitos de terrorismo, de narcotráfico y de crimen organizado ha sido declarado culpable por un tribunal que, objetivamente, no era independiente ni imparcial. El magistrado en cuestión se llama Javier Gómez de Liaño y el carácter injusto de su condena por vulnerar el derecho a ser juzgado por un tribunal independiente e imparcial fue declarado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo en julio de 2008. Sirva este exordio tramposo pero veraz para rebajar algunas efervescencias y apasionamientos y reconducir el debate a sus justos términos.
Me resistí a escribir sobre la sentencia de Baltasar Garzón la semana pasada, por la razón básica de que no había tenido tiempo de estudiarla en profundidad, aunque ese obstáculo no parece haber resultado insalvable para centenares de analistas que hicieron públicas sus conclusiones sin haber leído una línea de la resolución, por aquello de evitar que una sentencia te estropee una bonita soflama. A lo largo del fin se semana he buceado con detenimiento por las setenta páginas de la sentencia y he contado con la ayuda y opinión cualificada de una de las mentes con mayor sentido común jurídico y sentido común común que conozco.
Quiero evitar cualquier consideración extrajurídica en mi análisis, entre otras cosas porque tengo una profunda admiración profesional por letrados de ambas partes de este litigio y porque ambos además me brindaron hace tiempo su inestimable amistad personal.
En mi modesta opinión, sujeta obviamente a mejor criterio, y según resulta de la sentencia (no he tenido acceso a los antecedentes de la causa) Baltasar Garzón ha sido condenado por tres razones fundamentales:
1.- Porque la resolución (aunque son dos el Tribunal la considera única) que autorizaba la intervención de las conversaciones de los internos con sus letrados no se limitaba a aquéllos respecto de los que la policía judicial abrigaba sospechas de cooperación en el posible blanqueo de capitales. La resolución amparaba las escuchas en la comunicación con sucesivos letrados de los mismos internos, cuya identidad incluso se desconocía y su potencial implicación en el delito no llegaba a ser una conjetura. El magistrado proveyó la personación de nuevos letrados y no justificó en ningún momento que sobre esas nuevas personas existiesen indicios de posible cooperación criminal que justificasen el mantenimiento de la medida. En síntesis el Tribunal Supremo entiende que la autorización de intervención de las comunicaciones con letrados es abstracta, general e indiscriminada, vulnerando así el derecho a la defensa.
2.- Porque la resolución incluía una mención a la preservación del derecho a la defensa que posteriormente el magistrado no fue capaz de concretar en su aplicación práctica. Las declaraciones de los funcionarios que participaron en la captación de las conversaciones indican que solicitaron aclaración al magistrado sobre qué medidas concretas debían adoptarse para preservar el derecho a la defensa y finalmente obtuvieron por respuesta que se limitasen a grabar y transcribir íntegramente las conversaciones, quedando en la esfera del magistrado la aplicación de la prevención. La invocación a la preservación del derecho a la defensa, a ese nivel, quedaba pues en lo puramente formal, lo que constituye a juicio del tribunal una prueba del conocimiento del magistrado sobre la quiebra efectiva de tal derecho.
3.- Porque posteriormente se procedió a eliminar parte de las conversaciones grabadas y transcritas entre los internos y sus letrados, antes de unirlas a la causa, por entender que eran relativas al ejercicio del derecho a la defensa. Dicha eliminación se produjo una vez que dichas partes habían sido leídas y analizadas por el magistrado, que consecuentemente tuvo conocimiento de las estrategias de defensa de los acusados. A juicio del tribunal, ese ejercicio de lectura y expulsión de la causa de extractos de conversaciones, lejos de constituir un elemento probatorio de la preservación del derecho a la defensa, supone una evidencia palmaria de la vulneración del mismo en tanto en cuanto las estrategias de defensa son conocidas por el instructor, sin que su posterior exclusión de los autos subsane dicha quiebra. Algo similar a las películas judiciales americanas, cuando el juez dice aquello de “el jurado no tendrá en cuenta la respuesta del testigo”, pero el jurado ya la ha oído.
A partir de aquí, es comprensible que Baltasar Garzón mantenga que es inocente y considere que la sentencia es injusta y no ajustada a Derecho. Desde el punto de vista humano puede llegar a ser comprensible incluso que su reacción incluya reproches desabridos de carácter extrajurídico, aún cuando debería ser consciente de que tales afirmaciones incendiarias no dañan solo al tribunal que le ha condenado, sino a la Justicia de la que él mismo ha sido partícipe durante más de tres décadas, de suerte que toda sombra que extienda alcanzará inevitablemente a su propia trayectoria.
Por lo demás, la sentencia del Tribunal Supremo constituye un hito en la delimitación del derecho a la defensa en su vertiente del derecho a la asistencia y dirección letrada y a la preservación del secreto de la relación abogado – cliente. Confirma, parece que más allá de toda duda, que el alcance del artículo 51 de la Ley General Penitenciaria sobre intervención de estas conversaciones está limitado a los supuestos de terrorismo y siempre que además medie autorización judicial. En esa línea el Tribunal Supremo sugiere la conveniencia de que el legislador regule de forma detallada las circunstancias y garantías que deban ser aplicables a las intervenciones de comunicaciones entre los defendidos y sus letrados. Aún a riesgo de parecer petulante, me aventuro a sugerir el contenido de tal reforma legal: que el artículo 51.2 de la LOGP diga “Las comunicaciones de los internos con el Abogado defensor o con el Abogado expresamente llamado en relación con asuntos penales y con los Procuradores que los representen, se celebrarán en departamentos apropiados y no podrán ser suspendidas o intervenidas en ningún caso o circunstancia y por ninguna razón, ni siquiera por orden de la autoridad judicial”.
No es cierto que esto signifique un obstáculo para la persecución del crimen organizado, por una razón muy sencilla. Ninguna actividad delictiva puede consumarse por medio de una conversación entre un letrado y un interno en el locutorio de una prisión. Cualquier cooperación o coautoría de un letrado en la actividad criminal –que puede ocurrir, como en toda condición humana- trascenderá necesariamente las paredes de la cárcel. Si el preso y su abogado no hablan de la defensa sino de cómo continuar con la actividad delictiva, encubrirla o ampliarla, el letrado, al salir de la cárcel, deberá ejecutar órdenes o transmitir instrucciones, y será perfectamente posible perseguir y prevenir tales conductas. Pero si tomamos atajos y escuchamos las conversaciones reservadas, podemos encontrarnos con la sorpresa de que solo oímos a un abogado tratando de articular la defensa de su cliente y ya será demasiado tarde porque el derecho a la defensa habrá quedado irremediablemente quebrantado.
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Juan Carlos Olarra