jueves, abril 25, 2024
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Celebrar las Navidades

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Me manda una amiga la foto de su hijo, de un año de edad, vestido de Papá Nöel. Y me dice que no lo puede disfrazar de Rey Mago, porque para eso tendrían que ser tres y sólo tiene uno.

Aparte de lo ingenioso de la frase, la fotografía del pequeño -saladísimo por cierto con su disfraz- suscita en mí un sentimiento, muy antiguo en mi ánimo, de repulsa hacia la comercialización de las fiestas navideñas. Cada vez que me encuentro a un nuevo Papá Nöel; cada vez que veo a un Rey Mago en la entrada de un comercio, acariciando a los pequeños con el claro propósito de atraer a los padres hacia los mostradores interiores; cada vez que recibo un Christmas en el que las imágenes no me recuerdan a Cristo -que les da nombre- sino a la sociedad de consumo; cada vez que le pregunto a un niño sobre estas fiestas y me habla sólo de regalos, experimento una honda sensación de falseamiento del verdadero sentido de la Navidad.

Ya sé que los comercios tienen que vender, y que el sistema debe ser eficaz cuando llevan tanto tiempo empleándolo. Es obvio que la gente pica. Es evidente que funciona. Pero ¿qué idea se forman los niños de las fiestas navideñas? Ya sé también que hay lugares donde los regalos los trae San Nicolás en su día del 6 de diciembre. Y más allá se trata del mismo santo transformado en Santa Klaus. Y por allí el Niño Jesús en la Nochebuena. Y por acá Papá Nöel en su trineo tirado con renos. Y no tan lejos la Beffana, una vieja que en Italia visita a los niños el 6 de enero, como los Reyes Magos en España y tal vez en otros países.  

Nada tengo contra las costumbres de cada pueblo. Me caen mejor los Reyes Magos, porque son los que tienen más lógica: fueron a Belén, y le llevaron regalos al Niño. Conmemorar aquel hecho posee pleno sentido: el mundo está lleno de niños iguales a aquel Niño, y debe estar lleno de Reyes Magos que miman a los pequeños como aquéllos tres que llegaron al Pesebre para ofrecerle a Jesús sus obsequios. Pero mis preferencias es claro que nada rechazan y nada condicionan.

Salvo que el sentido de aquella visita de los Magos, de aquella llegada de Jesús a la tierra, se vaya al traste, y quede en su lugar una barahúnda de mamás cargadas de nenes que recorren las tiendas acaparando regalos, mientras un Papá Nöel o un Rey de pacotilla les engañan con cuatro arrumacos pagados por la empresa. Mientras los amigos me felicitan el año nuevo y no la Navidad, o unas genéricas fiestas sin nombre propio; mientras arbolitos nevados y muñecas cursis ocupan el lugar de las escenas sagradas en tantos espacios; mientras las mil formas del disfraz ocultan el significado de lo que celebramos. Esas multitudes en pos de lo superfluo, dejando de lado lo esencial, de lo que ni siquiera sé si se acuerdan. Esos Reyes Magos de guardarropía y aquel Santa Klaus vestido de Coca-Cola. Y que conste, y cada uno con su gusto: como bebida, la Coca-Cola me encanta.

En mi entender, y así lo aprendí de mis padres y éstos de mis abuelos -y me encantan las tradiciones- los regalos son un pequeño obsequio ofrecido en un momento de la Navidad para alegrarnos con su cariñosa sencillez. Pero, ¿dónde quedan las celebraciones religiosas, la reunión íntima de las familias? ¿Qué estamos celebrando los cristianos? El anuncio de Gabriel, la Virgen Madre, José llamado por Dios a cuidar de su hijo, el viaje a Belén, el Nacimiento, los Pastores, la adoración de los Magos. Todo esto posee un sentido religioso; son unos días para los villancicos, la misa del Gallo, la intimidad familiar, la oración en común en torno al Belén. Esa es la Navidad cristiana.

Esa es la Navidad que estamos perdiendo, y uno de los pozos por los que se nos escapa es el alboroto de los regalos, centralizando toda la fiesta en torno a figuras de cartón piedra que nada hubiesen tenido que hacer ante el Establo.

Tal vez no he hablado sino de un síntoma, o de un símbolo. Tal vez sea el menor de los males. Pero se ve mucho y no lo quiero ni para mí ni para mi casa.

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Alberto de la Hera

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