jueves, abril 25, 2024
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Mugaritz: Cada día un camino

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En Mugaritz las cosas cambiaron con un incendio; no el que arrasó la cocina del restaurante, sino otro anterior, muy diferente, que consolidó el tránsito definitivo hacia la cocina del futuro. No quemó la cocina del restaurante ni tiznó las paredes del comedor como el de finales de 2009, pero tuvo consecuencias aún más importantes. Fue el resultado de una combustión interna gestada durante años, inadvertida para el extraño pero imagino que buscada, provocada y manipulada por la mente de ese encantador de sabores en que se ha convertido el cocinero guipuzcoano.

Al menos es así como lo viví cuando, llegada la primavera de 2009 descubrí la cocina de Mugaritz. No sé si fue la primera vez que conseguí leerla con claridad –contra lo que muchos imaginan, la cocina se lee plato a plato-, pero fue entonces cuando entendí lo que Andoni quería contarme. Volví a finales de octubre a una cena convertida en una revelación que me dejó con la boca abierta y he procurado seguirla de cerca desde entonces.

¿Qué es lo que define la grandeza de una cocina que siempre ha sido mayúscula? ¿Dónde está el punto de inflexión que consagra una cocina? ¿En qué momento se alcanza la sintonía entre la cocina y el comensal que abre el camino de la trascendencia?… Mugaritz es de esos restaurantes en los que se acumulan las preguntas al tiempo que se suceden las experiencias.

El menú del verano explora nuevos caminos que llevan la cocina al terreno de productos primigenios como los cereales y las semillas, adornados por la sempiterna predilección de la cocina de Andoni Luís Adúriz por las flores y las hierbas aromáticas. Un tránsito que ya esbozó hace un año con platos como los “sedimentos de trigo con huevas de txangurro” o su consecuencia, el potaje de pan con carne de buey de mar.

Apenas un esbozo de lo que llegaría unos meses después con la incursión en la carta del universo de los cereales y sus consecuencias. Desde el bulgur –trigo habitual en la cocina egipcia- transformado en horchata que abre el menú hasta el ragú de alcachofas y tiuétano, servido en un sugerente pan-recipiente elaborado con almidón de puearia –una pieza redonda, con aire de pan de molde, capaz de absorber jugos y sabores mientras se va mezclando con el guiso-, introduce la alta cocina en los territorios más elementales: prepara un revelador risotto con semillas asadas de calabaza –un plato sorprendente y revelador-, propone una especie de queso de aires normandos –corteza pastosa y sólida, interior líquido y cremoso-, genial resultado del trabajo con las semillas de lino, aporta apenas dos gotas de cebada tostada que definen buena parte de la naturaleza de un tomate que se me antoja un gazpacho casi sólido, y provoca estallidos de aromas, sabores… y sonidos con un guiso de semillas servido en un mortero metálico y trabajado con un almirez que levanta notas musicales en el plato.

El mismo almidón de pueralia es el protagonista de un plato fronterizo que abre el menú. Le llama focaccia de tomate, aunque tiene un aire mixto que le sitúa –tanto por el aspecto como por las sensaciones táctiles que ofrece en la boca- a caballo entre el pan y una piel de bacalao. Me gustó, sobre todo por el tono equívoco de los juegos que es capaz de proporcionar y por ese súbito frescor que aporta el tomate que salpica de la pieza. Los detalles acaban contando.

Hay más, pero es suficiente, porque esta cocina muestra otras querencias que merece la pena recorrer. Por ejemplo, una pequeña secuencia floral concretada entre el sobre de flores y praliné de avellanas (un bocado floral, untuoso e inquietante que merece la pena) y el guiso de flores y bacalao. Trozos de grandes flores guisados que prescinden del aroma para justificar su presencia en favor de un juego de texturas.

La cocina de Mugartitz se regodea este año en lo nimio: semillas, cereales, almidón, flores, hierbas y productos sin el pedigrí que tradicionalmente distinguió los menús de las grandes casas: tendones de ternera –sugerente y bellísimo pato preparado con ellos y un caldo de bogavante-, rabito de cerdo –una evolución de platos crecidos en menús anteriores-,  el higo en arcilla de caolín –genial, simple y seductor; apenas un esbozo de donde puede llevar este camino-, la lengua deshilachada con hilos de cebolla y una sutil crema de ajo –más un aperitivo que un plato- o los fideos preparados con tocino de cerdo y guisados con caldo de pescado de roca, otro plato incierto y arriesgado.

También hay lugar para el producto de lujo en este menú. Llega en forma de estofado de besugo: dos exhibiciones en uno. De un lado, la mera presencia de uno de los poquísimos –y carísimos- besugos que todavía se capturan en el Cantábrico. Del otro una propuesta que combina un corte del lomo, con piezas de la cabeza y trozos del estómago y los intestinos en un juego de texturas capaz de mantener la sorpresa de principio a fin del plato.

Apenas un relato, más que un análisis detallado, de un menú que tuvo otras referencias, planteó algunos detalles para la reflexión y también unas cuantas dudas que te persiguen más allá de la puerta el restaurante. Son efectos colaterales de la gran deflagración que ha llevado la cocina de Mugaritz más arriba de donde nunca estuvo.

Nota. Debería hablar del servicio que controla y dirige José Ramón Calvo, pero todo está concebido en esta casa para lograr que pase inadvertido. Lo consiguen hasta tal punto que no queda nada por decir.

 

 

 

«El fogón de Ignacio Medina»

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