sábado, abril 20, 2024
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La temporada en Cinecittà de Fernando Fernán Gómez

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«Me ilusionaba quedarme a trabajar en Roma en aquel espléndido momento del neorrealismo. Cuando andaban por allí no sólo G.W. Pabst, Jean Marais y Daniel Gélin, sino Gregory Peck, Audrey Hepburn, William Wyler, Linda Darnell, con la que podía uno cruzarse en el bar del Excelsior, y Anna Magnani y Orson Welles (…) y cuando al entrar en la oficina de una productora salía, acompañada de su madre, una chica de inconcebible belleza que se llamaba Sophia Loren».

Esas son las últimas anotaciones que hizo Fernán Gómez en el diario que llevó de su estancia romana y que ese mismo año 1952 fue publicando, mientras duró aquel rodaje, en la «Revista Internacional de Cine», que dirigía Manuel Suárez-Caso, como «El diario de Cinecittà», el mismo título con el que ha sido rescatado ahora por Altamarea.

Esta editorial ha completado el volumen con los poemas de «A Roma por algo», que Fernán Gómez compuso con motivo de aquella aventura romana, ahora precedidos por un prólogo que le escribió hace años el poeta José García Nieto, quien habla del «tempranero y afortunado idilio con la poesía» de su amigo y quien aseguraba que en estos versos está «el verdadero, desconocido y no tan inesperado Fernando Fernán Gómez».

Siete años después de la Guerra Mundial, a cuyas consecuencias en la vida italiana no hay referencia en las páginas de este diario, los estudios de Cinecittá, a las afueras de Roma, representaban «la meca del cine mundial, el punto de encuentro de la mejor industria cinematográfica», según sitúa Lorenzo Bartoli en el prólogo de esta edición, que también cuenta con un epílogo del actor Alberto San Juan.

Fernán Gómez conoció aquellos días a Irene Papas y, aunque apenas pudieron entenderse con palabras, hallaron sintonía: «Hablamos casi siempre de lo monótono que es andar siempre viviendo -aunque sea viajando de un lado para otro- del trabajo, de la estupidez de casi todas las personas que se mueven en nuestro mundo».

Anota Fernán Gómez que a la actriz le desagradaba la fama que otorga el cine y que, como ella no hablaba italiano, se entendían con dificultad, aunque hace una salvedad: «Pero veo que cada vez me entiendo mejor con la gente con la que no me entiendo. Se tiene la curiosa sensación de que las palabras no sirven para gran cosa».

A Irene Papas la describe como «una mujer muy bella y muy interesante», «de carácter abierto y bastante sencilla», y a Daniel Gélin como «el mejor actor de la película», «profundo y sincero», mientras que de Jean Marais reseña que sus diálogos los ha retocado el escritor Jean Cocteau, que fue su amante.

La sutil inteligencia y el sentido del humor de Fernán Gómez marcan casi todas estas páginas, como cuando cuenta que al poco de llegar a Roma unos técnicos cinematográficos, nada más verlo, dicen que haría un buen Cyrano, y el entonces joven actor se responde para sus adentros que, una de dos, o presuponen que es un ignorante y desconoce al personaje literario o no les ha importado decirle en su cara que tiene una nariz enorme.

El humor también sobresale cuando se queja de que la sotana que le dan en el vestuario -interpreta a un joven sacerdote en plena crisis de fe- es más incómoda que la de los actores franceses, quienes además ruedan todas sus secuencias en apenas unos días porque -así se lo explica el propio Fernán Gómez- cobran mucho más, mientras que él, como es el que menos cobra del reparto, se teme que pasará todo el verano en Roma, en cuyos estudios de cine, cuando encienden los focos se alcanzan los cincuenta grados. Y en sotana. EFE

 

Alfredo Valenzuela

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