Testigos de la tragedia
Les confieso que no soy nada corporativista, ni me siento compañero de viaje de ciertos colegas de profesión por los que no movería un solo dedo. Sin embargo, quiero decirles, bien alto y bien claro, que siento un orgullo muy especial y una admiración sin límites por el trabajo que realizan los periodistas que nos recuerdan cada día la tragedia que protagonizan millones de seres humanos, en diferentes escenarios de nuestro mundo. Les hablo de profesionales hechos de otra pasta, que se juegan la vida y se arruinan literalmente el futuro, para meternos en el salón de nuestras confortables casas las imágenes y los sonidos de la actualidad más terrible.
He visto, como ustedes, a miles de africanos famélicos y miserables arrastrando a los suyos hasta los campamentos de refugiados moribundos levantados en Kenia. Ya no tienen nada. Han perdido sus pequeños rebaños de camellos y cabras, su única fuente de vida, por culpa de la sequia y la inoperancia de sus gobernantes. Se van a morir de hambre si no les llega la ayuda, por pequeña que sea, de todos nosotros. Niños severamente desnutridos, en los huesos, que no tienen fuerzas ya para mantenerse en pie, con los ojitos entornados, comidos por las moscas, que miran a la nada para cerrarse después definitivamente. Me duele la desesperación de sus padres, que no pueden salvarlos después de caminar cientos de kilómetros por llanuras pedregosas, calcinadas por el sol. Y ahí, al final del camino, están los cooperantes de las organizaciones humanitarias que nos redimen de la poca dignidad que le queda al ser humano. Les regalan la vida en un vaso de agua, una cucharada de medicina o un tazón de sopa caliente. Y junto a ellos, los informadores que retratan este infierno en la tierra. Gracias a ellos conocemos esta infamia y los escenarios donde se hace carne viva la pobreza de pueblos desconocidos y olvidados. Sin ellos, no tendríamos noticia de la hambruna que se padece en tantos sitios, ni sabríamos nada de los genocidios que se perpetran tan cerca, ni veríamos los cadáveres reventados en las cunetas del cercano Oriente, Irak o Afganistán. Tampoco conoceríamos la historia de las mujeres violadas, ni la historia de la vulneración de los derechos humanos en tantos rincones oscuros del planeta. Fotos… millones de fotos, que nos traen la imagen del exterminio de campesinos e indígenas en Hispanoamérica , y de los niños pistoleros, y de los niños soldados de fortuna incierta.
Reporteros gráficos, corresponsales de guerra, enviados especiales, periodistas con mayúscula en el trapecio de lo imposible, que deambulan entre las tiendas de campaña buscándose los unos a los otros. Hombres y mujeres con el estomago y el alma cauterizados por el horror, que se arriman al toro de la desgracia hasta sentir su aliento o sufrir la cornada definitiva de la muerte. En los años ochenta Luis Pastor escribió una canción que decía: “vengan a ver, venga a ver… lo que no quieren ver”. Se refería a la España negra y miserable de los suburbios que rodeaban las grandes ciudades. Hoy en día no tenemos que ir a ningún sitio para verlo, basta con enchufarse brevemente a los medios de comunicación. Me pregunto muchas veces hasta donde llegarían los mismos males en otros tiempos, cuando la prensa era un bien de consumo para minorías y no existían la radio y la televisión. Ahora, afortunada o desgraciadamente, los testigos de la tragedia están dispuestos a contarlo.
Recomendación final: Con muy pocos euros se puede salvar la vida de una criatura en el cuerno de África. Colaboren con las organizaciones humanitarias que trabajan allí.
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Fernando González