Terroristas y criminales

"La bomba y las balas que utilizó Breivik tenían como objetivo cambiar Noruega. Los noruegos, no obstante, hemos respondido a la altura y hemos mantenido nuestros ideales. El asesino falló, el pueblo ganó", ha dicho el laborista Jens Stoltenberg, primer ministro noruego, en el acto conmemorativo del primer aniversario de la matanza de Utoya; la matanza del 22 de julio, dicen allí, para evitar la estigmatización de la isla, baluarte tradicional del laborismo noruego y espacio recreativo para encuentros de esparcimiento, formación política y campamentos de sus juventudes socialistas.

Con todo, el esfuerzo de un año para tratar de sobreponerse al dolor y a las heridas y con el acierto de las palabras del primer ministro, la sombra del terror aún atenaza las conciencias cívicas de un país en el que la violencia política era hasta entonces un suceso marginal. Coincide el aniversario con la matanza de Denver, en el estado norteamericano de Colorado, donde un joven psicópata ametralló con sus armas de fuego a los asistentes al estreno de una película, y habiendo dejado para recibir a la policía en su casa, un polvorín incendiario que debería haber estallado cuando llegaran los investigadores.

La metódica preparación de ambos crímenes pone en cuestión la naturaleza enloquecida de los autores y deja en evidencia el rostro criminal sangriento y terrorífico de los ejecutores. En España sabemos mucho de esto. Hace unos pocos días se conmemoraba un nuevo aniversario de la matanza de Hipercor, que fue señalada por los terroristas como un error policial, al haber advertido ellos de la colocación de los explosivos. En este caso, los ejecutores culpan a las circunstancias sin hacerse responsables de la salvajada de llevar a un centro comercial de gente pacífica un cargamento de explosivos.

No se sabe qué es más doloroso: La inconsistencia de las excusas o la maldad de la planificación calculada. El resultado es, siempre el mismo: la muerte de inocentes. Esta misma semana hemos conocido la trágica recta final de la vida de Publio Cordón, secuestrado por los GRAPO, y desaparecido desde hace más de quince años, al descubrirse el edifico donde estuvo oculto y el falso zulo – un armario – donde el capturado señalaba en trágica monotonía y angustia el número de días que iba pasando. Durante años hemos conocido argumentos que hablaban con frivolidad de un Publio Cordón huido con la suma que sus captores logró reunir, como si se tratara de una entrega folletinesca. La verdad era tan horrible como su familia imaginaba. Un crimen, pues criminal es la culpa de quienes lo secuestraron aunque su fallecimiento sucediera en un intento de fuga.

El calvario de su familia no se compadece, en ningún caso, con el espectáculo que una vez más nos han dado desde el gobierno y la judicatura. Unos, apuntándose un éxito que más bien es un episodio de vergüenza nacional; el juez de turno, liberando a los detenidos con una exigua fianza. Si realmente el caso no ha sido completado en la forma que todos hubiéramos deseado, ¿qué sentido tienen tantas alharacas institucionales? El gobierno necesita, sin duda, éxitos. Pero ¿El juez ha actuado adecuadamente?

Seguramente será difícil de dirimir, puesto que se trata de un conflicto de poderes.  Ahora, dicho esto, lo que sí cabe recordar es que aquí, Barcelona, Noruega, Denver, Lyon, antes o después, el terrorismo es una maquinaria infernal que tiene muchas presentaciones: la de la locura organizada por una banda, o la de la locura de un individuo preso de una mente enferma. Pero todos ellos, en su locura, suficientemente lúcidos para hacerse cargo de la responsabilidad de sus actos.

Editorial Estrella