Sexo en casa del embajador
Todo ocurrió en casa de un importante embajador, de cuyo nombre hoy no me puedo acordar. Sería todo un sacrilegio. Sólo os puedo decir que vivía en una exultante mansión, a las afueras de la capital, y que era un fiesta de etiqueta, un lujoso sarao al que mucha gente importante acudió a hacer "negocios". Una gran noche, no lo puedo negar, aunque debo reconocer que no hubo ninguna señal previa que me hiciera prever lo que aquella velada me iba a regalar: mi libertad.
Sólo recuerdo con absoluta nitidez que iba acompañada de un hombre maravilloso, que me adoraba, y que bebía los vientos por mí. Pero del que yo realmente no estaba enamorada. Llevaba dos años esforzándome. Había incluso aceptado vivir una relación a distancia con él. Pensaba que era lo que me convenía. Quizás sí. Aunque mi corazón me gritaba a pleno pulmón que aquello no era lo correcto. Debía de llevar mucho tiempo gritando, sólo que yo nunca le había querido escuchar. Hasta aquella noche, en la que el alcohol y un reencuentro inesperado me hizo darme de bruces con la más dolorosa de las realidades: mi vida debía cambiar. Y de forma radical. Pero, ¿cómo? ¿Cuáles eran las luces que debía seguir? Nunca había sufrido una crisis existencial tan fuerte. Y menos aún en un momento tan delicado como el de aquella noche: mi pareja por aquellos días iba a ser propuesto por el embajador para sucederle en el puesto.
Se suponía que era una noche mágica para los dos. Por fin iba a vivir en mi país, como siempre creí querer, pero no sé porque extraña razón, yo sólo tenía ganas de llorar. Bueno, en realidad sí lo sabía, sólo que no quería aceptarlo. Aquella misma noche volví a coincidir con uno de los hombres a los que más había deseado en toda mi vida. Un compañero de sueños al que nunca olvidé.
- Caprichoso destino, pensé.
Se había vuelto a colar en mis pensamientos más íntimos. No podía sacarlo de la cabeza, y mientras mi pareja de entonces me preguntaba si era feliz, yo opté por la peor de las opciones: huir. Huí con una copa de vino en una mano y un pañuelo escondido en la otra, con la intención de perderme en el laberinto de habitaciones de aquella ostentosa residencia, que durante algún tiempo podía haber sido mía.
- Caprichoso destino, pienso ahora.
Necesitaba ordenar mis ideas a marchas forzadas, así que sin que nadie se percatara, salí del salón principal y comencé a caminar a hurtadillas hasta dar con el rinconcito perfecto para pensar. Apoyé mi espalda contra la pared y, sin apenas ser consciente de ello, comencé a deslizarme hasta acabar acurrucada entre el suelo y la pared, como si aquella postura me facilitara un escondite aún mejor.
Aunque mi tranquilidad no tardó en quedar trastocada. No llevaba ni diez minutos buceando en mis pensamientos cuando una voz masculina me sobresaltó.
- ¿Estás bien?, me dijo una silueta desdibujada por la penumbra.
- Sí, gracias, contesté entre sollozos.
Tardé algunos minutos en reaccionar, pero cuando me di cuenta de quién era, las revoluciones de mi corazón se dispararon. Intenté controlarme. Pero ya era demasiado tarde. Los colores no tardaron en florecer en mi rostro. Hacía muchos años que no coincidía con él. Era probable que él ni me reconociera. Entonces yo era algo más joven y alocada. Hacía preguntas sin parar y casi siempre le incomodaba con mi impertinencia. Pero me equivoqué.
- No me puedo creer que una mujer como tú esté así -me dijo esbozando una tímida sonrisa-, aún recuerdo aquellas largas conversaciones en mi despacho en las que parecías una mujer fuerte y sin complejos.
Yo no tenía ganas de defenderme del ataque y simplemente asentí. Él vio que no había lugar para la conversación y decidió sentarse junto a mí y permanecer en silencio. Los dos con una copa de vino en la mano. Los dos conversando con la mirada que se cruzaba de manera tímida e intermitente durante escasas décimas de segundo. No se oía nada salvo nuestros tímidos sorbos a la copa de vino en la que intentábamos ahogar nuestras penas.
No estuvimos más de media hora en aquella posición cuando él decidió romper la barrera imaginaria que nos separaba poniendo su brazo alrededor de mi hombro mientras yo seguía inmersa en mi particular mar de lágrimas. Y sin mucha dilación, con la otra mano que le quedaba libre, me sujetó del mentón y elevó mi cara hasta que me obligó a sostener la mirada con él durante lo que me pareció una eternidad.
En aquel momento me di cuenta de que no había marcha atrás y pensé que probablemente todo lo que estaba ocurriendo era una señal. Había llegado la hora de cambiar esa vida que nunca había deseado, así que sin mucho tiempo para valorar los pros y los contras de la situación que se avecinaba me lancé a un pozo en el que no veía el fin. Me erguí frente a él y titubeante comencé a acariciarle la cara. Su expresión en un principio fue de sorpresa, pero pasados escasos segundos -en realidad cuando se dio cuenta de que lo que estaba pasando no lo estaba soñando-, no dudó en poner su mente en punto muerto y dejarse llevar. Es más, no tardó en tomar la iniciativa.
Empezó a quitarme el vestido de seda largo que llevaba frágilmente, besándome al mismo tiempo. Su lengua rozando con la mía fue la sensación más maravillosa que jamás creí vivir. Parecía que no necesitaría más. Pero conforme la temperatura subía en nuestros cuerpos, la pasión se apoderó de nosotros con más fuerza. Sentir sus fuertes manos acariciar mi piel con aquella maestría me estremeció hasta límites insospechados. Comenzó a tocar mis pechos fuertemente y no me hizo falta mucho más para excitarme. Continuó quitándome la ropa lentamente, mientras yo comencé a acariciarle su erecto pene con especial delicadeza, como si aquello fuera mi tesoro más preciado. No me había dado cuenta y ya estábamos desnudos y tendidos sobre una seguro que carísima e histórica alfombra que había en la estancia en la que nos lo estábamos montando. Nos dio igual.
Ya no había nada que nos pudiera parar. No podíamos separarnos y menos aún dejar de tocar nuestros cuerpos. Mientras él continuaba acariciando mi clítoris yo comencé a recorrer todo su perfecto cuerpo con mis labios y mi lengua hasta que topé con su pene. No dudé ni un segundo en introducirlo en mi boca y comenzar a hacerle delirar. Su fuerte respiración y sus tímidos quejidos me indicaron que durante un rato no podría parar. Él por su parte seguía acariciando mi sexo, introduciendo los dedos de una manera magistral que durante minutos me hizo perder la consciencia. Cualquiera podía haber entrado en aquellos momentos. Pero eso más que reprimirnos, nos hizo disfrutar de nuestro momento aún más. Después de varios minutos explorando nuestros cuerpos con manos y boca, llegó el momento de la penetración. Lo hizo por detrás. Sin dejar que hubiera contacto visual. Con fuerza y desesperación. Yo me dejé hasta el momento de la marcha atrás. Cuando ya no podía más, salió de mí y yo acabé la faena en mi boca, mientras su mano no dejó ni un instante de acariciar todas las partes de mi cuerpo hasta que junto a él logré tocar el cielo.
Hoy aquello sólo es una experiencia más. Una historia pasada, igual que la de mi ex, el embajador.
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