Sexo con un 'profesional'

Era la primera vez que iba al ginecólogo. Los nervios me hicieron estar en la puerta de la clínica que había reservado mi madre una hora antes de la cita. Eso de tener que abrirme de piernas delante de un desconocido me daba pavor. No eran prejuicios, pero sí es cierto que deseaba que mi médico fuera una mujer. Siempre es más cómodo mostrar todas aquellas imperfecciones que te acomplejan ante alguien de tu mismo sexo. Pensaba en mis piernas fofas y creo que no muy bien depiladas; y en mi vagina. Nunca me la había visto muy de cerca, pero tenía la sensación de que era la más fea del mundo. Típicas chorradas que piensas antes de entrar a esta consulta por primera vez, o eso quería creer.

Lo cierto es que todos estos pensamientos invadieron  mi nublada mente durante los cincuenta y cinco minutos de espera que hice en el bar de enfrente a la consulta. Con un café entre las manos. Ideas inconexas acechaban a mis neuronas, mientras yo seguía ida. Pensando que cuanto más reflexionara sobre mis miedos, más rápido pasaría el tiempo. Aunque de todo ello no fui consciente hasta que alguien tropezó con mi mesa y derramó parte de mi café por el suelo. Entonces salí del ensimismamiento en el que me hallaba. Levanté la vista, buscando al culpable con mirada de odio, pero antes de que yo pudiera decir nada él se me adelantó. “Perdóname, por favor”, me dijo muy arrepentido el hombre más atractivo que jamás había visto. Fue poner la vista en sus carnosos labios y se me pasaron todos los males. Yo solo pude articular tres palabras: “No pasa nada”. El resto se lo dejé a mis coloretes, que no tardaron en activarse cual semáforos en rojo, para alertar al chico que me había secuestrado del fondo de mis pensamientos, de que algo muy prohibitivo estaba pasando por mi mente. Aunque a él no pareció importarle mucho, tenía prisa y salió despavorido de la cafetería.

Eso me permitió recomponerme y mirar el reloj. Durante unos instantes, había perdido la noción del tiempo. Por suerte, aún quedaban dos minutos antes de que dieran la hora de mi cita. Cogí la cazadora y el bolso; y salí prácticamente igual de prisa que “mi salvador” –si no hubiera sido por su torpeza, probablemente hoy no estaría contando esta historia, ya que nunca hubiera llegado a mi cita con el ginecólogo-.

Bueno, hipótesis aparte, el caso es que llegué a tiempo. De hecho, tuve que esperar sentada en la salita aledaña a la consulta de mi médico otros diez minutos más. Mi mente había vuelto a hacer amagos de abstraerse. Eran los nervios. Estaba segura. Sabía que ya no quedaba mucho para que anunciaran mi nombre y comenzara mi particular vía crucis. Todo el mundo había intentado tranquilizarme, pero la sensación que tenía creía que no distaba mucho de la de un animal cuando se dirigía al matadero. Era puro dramatismo, lo sabia, pero mi mente no podía parar.

Al final ocurrió. Mi nombre se oyó a lo lejos. Era una voz joven y masculina. Será el enfermero, pensé en positivo. No podía imaginarme que mi ginecólogo no fuera una mujer. Mi madre así lo solicitó. Aunque lo que ella nunca me dijo fue que sólo era una simple petición que la clínica podía respetar o no, en función de su disponibilidad. Y efectivamente, y muy a mi pesar, ese día no había mujeres disponibles.

Entré en la consulta y esperé de pie ante la mesa del ginecólogo. La misma voz que me había llamado, me pidió que me pusiera cómoda, que él no tardaba en salir. Entonces fue cuando las palmas de mi mano comenzaron a sudar en abundancia. Ya estaba confirmado. Mi ginecólogo era un hombre. Mi mente pensó en salir huyendo, pero a mi cuerpo no le dio tiempo a reaccionar. Antes de que pudiera pestañear, el médico entró en la sala en la que yo estaba. Al principio no quise ni levantar la vista, me sentía ruborizada, pero él no tardó ni un minuto en reconocerme. “Vaya, qué casualidad, te pido de nuevo perdón”, me dijo. “¿Me conoce. De qué me conoce?”, pensé yo.

En ese momento, y desconcertada, ya no me quedó más remedio que levantar la vista. Entonces mi vida se paró durante unos instantes. “Era él. El pivón que me había tirado el café en el bar de enfrente”. Durante unos instantes, mi cabeza pensó en llorar y reír a la vez. No me lo podía creer. No lo podía haber conocido en otra circunstancia, pensé. Además, no iba muy bien depilada. El pánico comenzó a embriagarme. Él se dio cuenta de que no estaba cómoda y comenzó a darme conversación. Primero me preguntó acerca de mi historial médico, pero no tardamos en comenzar a hablar de otras cosas. Había química, eso se notaba. Ya parecía que me había olvidado de porqué estaba allí, cuando de repente “mi salvador” me pidió que pasara dentro, me desnudara de cintura para abajo y me colocara en la camilla en lo que él se preparaba.

Los nervios volvieron a apoderarse de mí. No me podía creer que me viera mis partes íntimas tan de cerca y sin haber tenido una cita antes. Me reí durante unos instantes cuando fui consciente del pensamiento que acaba de tener. Obedecí al ginecólogo y le esperé en la camilla en la postura que él me había pedido. No tardó ni un minuto en entrar en la sala. Y sin pensarlo mucho, comenzó a toquetearme. Al principio di un respingo. Pero no tardé en acostumbrarme a tener sus dedos dentro de mí. No sé si fue fruto de mis nervios, pero mi mente volvió a ponerse en funcionamiento. Y sin querer, durante unos minutos sentí placer. Mi gemido no dejó lugar a dudas. Él era consciente de mi disfrute y tampoco quiso parar. Al principio pensé que eso era lo normal, pero cuando su otra mano comenzó a acariciarme el pecho, no tuve ninguna duda. Empezaba la fiesta.

Tengo que confesar que en ningún momento me incomodaba la situación. Al revés. Y eso él lo notó rápidamente. Sin mediar ni una palabra más, me apretó contra si, y me besó en la boca, recorriendo con su lengua todo mi paladar y mi lengua. En ese momento, comencé a sentir la dureza de su pene a través del pantalón, mientras sus manos recorrían mis pechos y nalgas mientras él apretaba su miembro más y más contra mi. Mi vagina empezó a segregar abundantes jugos y empecé a sentir unos deseos locos de que me penetrara allí mismo, sin esperar más. De hecho, el riesgo de que entrara la enfermera y nos viera en plena faena me ponía más.

Tumbada le contemplé cuando venía hacia mi, desnudo, con su pene erecto, y la escena no podía gustarme más. El placer que en esos momentos sentí me embriagó. Se tumbó sobre mí, y su miembro me penetró sin ningún problema ni mayor espera. Mi vagina le esperaba empapada. No pasaron más de dos segundo, cuando sentí su pene dentro de mí, atravesándome. Entró hasta el fondo y salió casi hasta la entrada en sucesivas ocasiones, en un vaivén maravilloso que me proporcionaba un placer indescriptible.

No tardamos en empezar a gemir de gusto, cuando de repente, y sin apenas pensarlo, me corrí del gusto. El orgasmo me llegó sin avisar, intenso y fuerte. Los músculos de mi vagina se cerraron con fuerza para retener el miembro de “mi salvador”. Un gesto que no tardó en producir sus efectos. Su orgasmo irrumpió por sorpresa en ese momento e hizo que el mío se prolongara más al sentir su semen derramarse dentro de mí. Una sensación inolvidable. Una experiencia única. Desde entonces voy al ginecólogo por lo menos dos veces al año. Al mismo, claro.

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