Mi amigo Bob murió en esta guerra
Bob apareció por el pub The Swan, en Lancaster Gate, una de aquellas noches calurosas de verano a finales de los ochenta, acompañando a Jack, que junto con Amon, Éamon, Gordon y Harry completaban el núcleo duro que acampaba en las mesas cercanas a la puerta, pretendiendo gozar de la frescura vegetal en la frontera norte de Hyde Park. Me tocó articular la ceremonia de iniciación habitual, consistente en condimentar su pinta de cerveza con abundantes cantidades de pimienta, que acabó como de costumbre con el intento de rociarnos a todos con el repugnante brebaje. Luego el pianista rompió el hielo una vez más regalándome con dedicatoria especial su anglosajona versión del “Que viva España…” Bob no hablaba mucho de su trabajo. Ni poco. Pertenecía al Regimiento Real de Fusileros y se limitaba a cumplir con su deber. Había servido en el Ulster, lo que en ocasiones le permitía tener ingeniosos combates dialécticos con Éamon, que impostaba para la ocasión un grado mucho mayor de nacionalismo que el que en realidad practicaba. El grupo se disipó después de aquel verano, o al menos yo me alejé de él al dejar el país. Años más tarde supe por Jack que Bob había muerto en la Guerra del Golfo.
Con la perspectiva de los años llego con rabia a la conclusión de que Bob murió en una guerra amparada por la llamada legalidad internacional y con el noble propósito de liberar el Emirato de Kuwait, pero que quedó interrumpida sin rematar la labor, con lo que el tirano que la había desencadenado siguió martirizando al pueblo iraquí y amenazando a propios y extraños, anta la más absoluta impunidad. Mientras tanto el país “liberado” siguió en manos de la misma cleptocracia que maneja con mano de hierro una indecente monarquía medieval, ante el aplauso de la comunidad internacional, que hace escasas semanas le rendía pleitesía y daba palmas en sus bailes de jubileo, empezando por nosotros, los españoles. Luego, con algo más de sosiego, recuerdo la parsimonia con la que Bob hablaba de su trabajo y pienso que, si pudiera, me diría con su acento norteño que el había ido a Irak porque allí lo habían enviado y que se limitaba a cumplir las órdenes en el marco de las misiones a las que su unidad era destinada. Bob murió por su honor, por su país y porque sabía que, llegado el caso, era su deber.
Bob murió en aquella guerra de 1991, pero en el fondo podría haber muerto en la que ahora tiene lugar en Libia. Esa guerra que empezó como un conflicto civil fruto de una revolución y cuya escalada de implicación internacional parece tomar un rumbo incierto e impredecible. Curiosamente hoy como ayer hacemos la guerra a un tirano, pero de forma controlada y, sobre todo, sin que derrocar al dictador sea un objetivo de la misión. Nos amparamos en una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que los voluntaristas llaman legalidad internacional y que no es sino el producto de la ambigüedad propia de los esfuerzos diplomáticos, de modo que mientras unos países la interpretan como un mandato de intervención bélica otros la ven como un mero apercibimiento para forzar un alto el fuego de Gadafi. Lo más chocante es que el objetivo de la intervención que quedase amparado por dicha resolución está limitado a “proteger a la población civil”. Esto da lugar a algunas reflexiones básicas ¿Hay que proteger a la población civil únicamente de los ataques aéreos?¿Tiene Gadafi carta blanca de la comunidad internacional para masacrar disidentes a machetazos, de un tiro en la cabeza o en cámaras de gas?¿Qué hace que la población civil de Libia sea merecedora de la ayuda de la ONU frente a la cruel represión de la dictadura y no lo sean las poblaciones civiles de otros países sometidos a iguales o peores tiranías?¿La población civil que apoya al dictador es menos población civil que la que promueve la revolución?¿Por qué la población civil que pereció en el atentado de Lockerbie no tuvo derecho a la protección de la ONU?
Mi amigo Bob murió en otra guerra, pero seguro que en ésta habrá otros tantos que como él, cumplirán con su deber hasta el extremo de dar su vida por nosotros. Bob sabía por qué lo hacía. Ojalá nosotros también.