Los funcionarios merecen respeto

En la estrategia del Gobierno figura un comportamiento extraordinariamente peligroso: la búsqueda indiscriminada de culpables ajenos a su propia responsabilidad y la incriminación, mediante gestos y actitudes acusatorias sobre supuestas ventajas y no muy veladas críticas, de los funcionarios de la administración del Estado. Así es.

Es curioso que cuando miramos a la política se nos aparecen los responsables de los partidos y de los cargos públicos con una hoja de servicios presidida por su condición de funcionario del estado; por eso sorprende aún más que se plantee la reducción del déficit como el necesario e inevitable fin de fiesta de una supuesta clase privilegiada – los funcionarios - que han abusado de su posición para vivir por encima de las posibilidades del país, fastidiándonos a todos. Pero así es la política en este país: se trabaja para crear un enemigo común, un culpable, sobre el que poder desviar la ira ciudadana cuando lo que se hace desde el poder es recortar derechos y oportunidades conquistadas durante más de veinte años de progreso nacional.

Ahora les toca a los funcionarios y a los parados. De los parados nos dicen que hay que estimular su interés por encontrar empleo reduciendo la prestación que cobran después de haber cotizado regularmente desde su nómina – como si la prestación no estuviera constituida por el dinero que todos los españoles pagamos con nuestro sueldo bruto-. De los funcionarios, que poseen una posición privilegiada en un país acosado por la incertidumbre. Y como si se tratara de un acto reflejo, todos imaginamos una ventanilla, un administrativo rezongón, una España de "vuelva usted mañana" y un aparato funcionarial rancio como el blanco y negro franquista.

Y otros nos dirán, con buen criterio, que funcionarios son los jardineros, los profesores y maestros, las auxiliares y enfermeras, los médicos y bomberos, nuestras tropas y otros muchos empleos de naturaleza social humilde o de reconocido prestigio ciudadano. Como si presentando este rostro de la función pública pudiera sanearse la mala conducta impropia de otro montón de funcionarios de la administración, de tareas desconocidas y utilidades imprecisas.

Pero no es así. Esta demagogia siniestra que criminaliza colectivos olvida que la función pública que hay en España es una garantía, entre otras cosas, de que el partido que gobierna no asuma como una de sus competencias controlar todo el aparato administrativo; este Gobierno olvida que la función pública garantiza independencia y estabilidad: criterios objetivos, lealtades públicas y no servilismo privado. En fin, que eso que en otros países de menor consolidación democrática se llama “ocupación del poder por el partido ganador”, aquí está previsto que no suceda gracias a una carrera profesional en la administración que trasciende de implicaciones políticas y cuya responsabilidad sostiene, entre otras cosas, la naturaleza objetiva de nuestro estado democrático.

No hace falta recurrir a la imagen prestigiosa de un bombero sacrificándose para defender la existencia de una función pública con derechos conquistados, y de la que el hablar con el desprecio de quién se refiere a unos privilegiados sólo pone en evidencia el escaso estilo democrático, la frágil convicción que tienen, en un aparato del estado independiente y una indeseable actitud de perseguir a alguien para ocultar la miseria que brota, como un manantial, del programa electoral que es papel mojado y de un partido que debería reflexionar seriamente sobre la costumbre que ha adquirido de organizar engaños masivos a una población española que quiso creer en ellos para poner sus expectativas e ilusiones en una alternativa al desgobierno de la legislatura anterior.

Más respeto a los funcionarios.

Editorial Estrella