Los chinos
El pasado fin de semana me crucé con un grupo de orientales en el casco viejo de Toledo. Paseaban alborozados por la calle que se precipita cuesta abajo hasta la bellísima mezquita de Bib-Al-Mardun, cristianizada como la Ermita del Cristo de la Luz. Oculto a la mirada indiscreta existe un jardincito humilde atravesado por acequias encaminadas a la fuente central, ahora seca y triste. Muchos cientos de años atrás, en siglo XI, los musulmanes de Toledo aprovechaban el agua de sus caños para cumplir con el rito coránico de asearse varias veces al día. Repentinamente me vi rodeado de asiáticos que se fotografiaban sin parar aprovechando el paisaje que desde allí se divisa. Disfruté una vez más de las vistas de la antigua medina descolgada de las murallas árabes hasta las orillas del Tajo y regresé a casa en un taxi. Sentando en él, comenté con el conductor, “cada vez hay más turistas chinos en Toledo”. “¿Y usted cómo distingue a los chinos de los japoneses?”- me preguntó-. “Huelen a dinero” –le contesté-. El hombre aprovechó el espejo retrovisor para mirarme detenidamente y con cierto distanciamiento replicó: “Si usted lo dice”.
No es que lo diga yo, ha salido publicado en toda la prensa internacional, hay ya más de cien millones de chinos multimillonarios. También es verdad que son en total más del 1.400 millones, pero tratándose de un régimen comunista me parecen demasiados capitalistas para ese mundo infinito de camaradas proletarios. Es un milagro tan incontestable como el de los panes y los peces. Luego, si se estudia bien, es mucho más comprensible. Millones y millones de chinos trabajando, pagados con sueldos de miseria a cambio de horarios interminables, obligados a cuotas de producción esclavistas y privados de cualquier derecho laboral. Millones de seres humanos encuadrados disciplinadamente y sin rechistar en las divisiones fabriles.
El sistema permite, sin embargo, cierta flexibilidad consumista que se ha transformado rápidamente en un mercado de bienes y servicios generador de beneficios apabullantes y de potentados urbanos. Una capa de barniz para camuflar una masa de obreros explotados capaz de producir a bajo costo todo tipo de manufacturas. Terminarán por arruinar las economías privadas y públicas de medio mundo.
Aunque imitemos todos los vicios y abusos de ese sistema, tal y como pretenden algunos patronos cercanos, no podremos competir nunca con ellos. Nosotros ponemos en China la inversión y la tecnología y ellos aportan la mano de obra barata y su falta de escrúpulos legales, tributarios y medioambientales. En China se puede contaminar el aire, los ríos y el mar, y nadie dice nada. China ha colonizado África y el Tercer Mundo, llevándose poco a poco las reservas naturales que atesoraban. China acumula y almacena divisas apoyándose en su moneda de goma y va comprando la deuda soberana de los países que todavía se creen grandes potencias. Algún día echarán cuentas y comprobarán con estupor que deben a los chinos toda la riqueza que son capaces de producir.
El gran Napoleón refiriéndose a los chinos advirtió que era mejor que el tigre durmiera, ya que el día que despertara el mundo temblaría. Un buen día Deng Xiaoping, el gerifalte comunista al que daba igual el color del gato con tal de que cazara ratones, hizo sonar el despertador y desde ese mismo minuto ahí están los chinos. Si no espabilamos terminaremos todos temblando.
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