La lealtad y el artículo 108

Esto implica que al hacerlo solidariamente, cada uno responde de las decisiones del conjunto, sean o no de su ámbito de competencia. Se trata, por así decirlo, de un pacto de lealtad: de lealtad hacia quien te nombra, de lealtad hacia aquellos con quienes compartes las decisiones de gobierno, de lealtad hacia el partido que se ha batido el cobre en las urnas y de lealtad hacia los ciudadanos que han depositado su confianza en el proyecto de ese partido. Y esa lealtad se quiebra cuando se quiebra la solidaridad a la que alude la Carta Magna.

Cuando uno se ha sentado a la mesa del Consejo de Ministros, sabe que pocas discusiones son más exigentes que las que deben afrontarse en el propio seno del gabinete cuando existen reticencias a aprobar tal o cual proyecto. En justa correspondencia, también sabe, al menos espera, que una vez que una cuestión ha recibido el visto bueno, provenga de quién provenga, se asume como propia.

Si uno no comparte lo que hace el gobierno al que pertenece, lo que debe hacer es dimitir. En directo, no en diferido

Por eso cuando uno escucha algunas cosas como las que ha habido que escuchar en los últimos tiempos, no puede evitar tener la sensación de que no se está honrando ese principio de solidaridad y no se está actuando con la lealtad debida.

Porque lo cierto es que la plaza de ministro no se ocupa ni por oposición –no hay convocatoria oficial para ello–, ni por imposición –nadie obliga a ello–. Se ocupa por designación, por designación de un presidente y de un partido que se han sometido al escrutinio y a la decisión soberana de los ciudadanos y que son los que le otorgan a uno la posibilidad de hacer realidad el mayor de los honores: servir a su país.

Es fácil volver la vista atrás y dejarse llevar por la tentación de pensar en lo que pudo haber sido y no fue, sobre todo en contextos como el actual, en que tantas personas están sufriendo tanto por el estallido de una burbuja inmobiliaria inflada en su momento y no pinchada a tiempo, y que tornó aquel "milagro" español del que algunos presumían –incluso en primera persona– en una pesadilla de consecuencias aún más aterradoras que las contenidas en las advertencias realizadas por los inspectores del Banco de España sobre los riesgos que se estaban acumulando en nuestro sistema financiero y la necesidad de frenarlos. Advertencias, por otro lado, no suficientemente oídas ni tenidas en cuenta por quienes tenían autoridad y competencias para intentar al menos paliar aquella deriva.

Es fácil volver la vista atrás y dejarse llevar por la tentación de pensar en lo que pudo haber sido y no fue

Por eso, quizás antes de examinar críticamente a quienes permanecieron al frente del gobierno durante la mayor crisis mundial en un siglo, recomendaría a quienes tuvieron el honor de ocupar un asiento en el Consejo de Ministros –a todos, también a aquel en quien están pensando– que se paren un segundo a examinar su propia acción.

Porque, y esto es una verdad incontestable, si uno no comparte lo que hace el gobierno al que pertenece, lo que debe hacer es dimitir. En directo, no en diferido. Por lealtad. Por honestidad. Y por honrar el mandato constitucional, y la obligación ética, de solidaridad entre compañeros de viaje.

José Blanco