La creación del paisaje

Uno suele preguntarse si el paisaje existe por sí mismo o si por el contrario, tal y como pretenden algunos antropólogos, es la mirada quien lo crea. El asunto, sin embargo, es todavía más complicado. Al igual que para todos nosotros un paisaje implica planos y perspectivas visuales, tal vez incluso un horizonte, para otras culturas, como las de algunas tribus amazónicas, lo determinante no es lo que uno contempla sino los sonidos que escucha. Esos paisajes están formados por el murmullo del agua que fluye, el eco de las pisadas y, sobre todo, por el cercano y temible rugir de las fieras. Algo de esto saben también los británicos, con quienes tantos posos culturales deberíamos compartir, cuando diferencian un para nosotros evidente landscape, del para ellos probable soundscape.

Desde hace al menos cinco siglos nos hemos puesto de acuerdo para reconocer paisajes allí donde antes sólo había simples vistas despejadas

Conviene por tanto no olvidar que la noción misma de paisaje es mera convención. Desde hace al menos cinco siglos nos hemos puesto de acuerdo para reconocer paisajes allí donde antes sólo había, como mucho, simples vistas despejadas. Es más, hay quien asegura que, hasta hace bien poco, los campesinos no veían el paisaje. Era esta visión uno de los atributos del hombre urbano, a quien después de muchas generaciones la educación convencional habría inculcado los elementos que permiten ese reconocimiento.

Uno no está tampoco muy seguro, cuando en un día claro de invierno de regreso a Madrid desciende las últimas estribaciones del Guadarrama, si el paisaje está formado  por las montañas que deja atrás o por el perfil de los rascacielos que al fondo emergen sobre el humo. Tampoco lo está cuando al salir temprano de Carrión de los Condes una mañana de verano, se enfrenta a la sucesión de trigales de apariencia infinita sin decidir si se trata de un paisaje o de una alucinación.

En esos momentos es cuando uno está más tentado que nunca de recurrir a un marco dorado de recargadas volutas para con su auxilio, como ya se hiciera hace algunos siglos, transformar cualquier vista, por desolada que sea, en interesante paisaje. La estampa así obtenida puede colgarse luego con igual provecho tanto en las salas del severo museo como en un recoleto cuarto de estar.

Sin embargo los alemanes en esto de la contemplación del paisaje, desde mucho antes de que llegaran Goethe y Schiller, han sido cartesianos y prácticos. No sufren con nuestras dudas ni se entretienen con las sutilezas inglesas. Para ellos, el concepto de Landschaft está perfectamente delimitado. Es como si el observador alemán, con una afilada cuchilla y sin vacilar un instante, hubiera cercenado todo cuanto pudiera distraerle en su escrutadora mirada. El paisaje es entonces lo que su particular enfoque delimita. No necesita recurrir al marco dorado para, al acercarse por ejemplo a la entrañable ciudad de Ulm, ver tan sólo la más hermosa torre del mundo.

 

Ignacio Vázquez Moliní