El sentido del ridículo
España es un país muy formal. Demasiado formal. Hace poco, todo el mundo se echó las manos a la cabeza porque en el senado hubo un rifirrafe entre Zapatero y García Escudero, entre el PSOE y el PP. ¿Se tiraron los ceniceros a la cabeza? ¿Se pegaron? ¿Se insultaron? No. Sólo hubo un intercambio de opiniones en tono más elevado de lo normal. Pero nada más.
Me sorprendió que en las tertulias de la radio, casi todos los comentaristas estuvieran alarmados por “el espectáculo de los políticos” en el Senado. ¿Espectáculo? No lo creo. Espectáculo es el que dan los parlamentarios de Taiwán cuando se caen a puñetazos. Espectáculo es el que dan los representantes de Ucrania cuando se insultan y se lían a tortas. Pero lo que pasó hace pocos días en nuestro Senado me pareció incluso educativo. Logró por primera vez en mucho tiempo que los españoles no bostezaran cuando salen las imágenes de los políticos, y que se fijaran en un debate político. Es verdad que no hubo un gran intercambio de ideas sino un debate sobre si había que adelantar las elecciones. Pero ¿acaso alguien presta atención a los “grandes intercambios de ideas” en las Cortes?
Los canales de televisión emiten cada semana cientos de horas sobre debates parlamentarios pero casi nadie hace caso a esas parrafadas que empiezan con “su señoría”. Primero, porque los oradores, mejor dicho, primero, porque no hay oradores. No transmiten nada. Y segundo, porque la forma de explicar las cosas es muy aburrida. Buena parte de los parlamentarios son abogados y se expresan con la jurilingua, la lengua inabordable de los libros de derecho.
Pero voy a volver al principio. ¿Por qué todo el mundo se alarma? Porque éste es un país muy formal. Me refiero a que hay una apariencia de formas que se debe mantener. La gente piensa que lo importante es aparentar cierta gravedad porque así nos respetan más. Se tiene mucho miedo a hacer el ridículo.
Hace pocos días vi en televisión al presidente Obama sentado en una silla en medio de una pista de tenis junto con el comentarista deportivo. Le estaban haciendo una entrevista sobre sus gustos deportivos y el presidente alabó entre otros a Pau Gasol. Dijo que era el mejor pivot de la NBA. Aquí eso sería imposible. La gente quiere que el presidente esté en la Moncloa, y si se le ocurriera opinar de deportes en medio de una pista de tenis, le tirarían pelotas a la cabeza.
Voy a poner un ejemplo que habría costado la cabeza a cualquier político en España. Antes de las elecciones, Obama entró en el programa de Ellen Degeneres meneando el esqueleto. Seguía el ritmo de la música y lo hizo con tal swing que los blancos se dieron cuenta de que no saben bailar como los negros. Increíble. (Pueden verlo en YouTube poniendo Obama Ellen Degeneres). Si Zapatero hiciera algo parecido, no sé si tendría ese swing, pero lo que sé es que todo el país lo criticaría por saltarse las formas. No se admiten las gracias ni con Casera.
También me acuerdo del día en que Clinton dejó la Casa Blanca. Hizo un vídeo donde aparecía despidiendo a Hillary en la puerta de su nueva casa, y luego se sentaba a ver la colada en la lavadora. Era un vídeo lleno de humor. Había sido presidente de EEUU. Ese país es muy serio en el trabajo. Pero tiene sentido del humor y deja de lado las formalidades de vez en cuando. Imposible en España.
No es que un político no tenga sentido del humor. Es peor. El pueblo no le deja que se tome esas confianzas. Cuando Aznar salió en una foto con un puro en la mano y los pies sobre una mesa, en un momento distendido durante un encuentro con Bush, los comentaristas políticos le crucificaron. ¿Se había bajado los pantalones? ¿Se sacaba los mocos? No. Sólo ponía los pies sobre la mesa.
Lo mismo sucede con las charlas. Todas las charlas en España tienden a ser muy monótonas, muy serias, llenas de hormigón. El conferenciante piensa que si se sale de esa formalidad, la gente pensará que es un tonto. Los profesores, los catedráticos, los columnistas de los periódicos, tienden a ser muy formales, muy pomposos. No quieren hacer el ridículo.
La misma falta de espontaneidad sucede en los telediarios. Los presentadores españoles son muy formales.
Ya sé que hay muchos programas informales y divertidos, como Callejeros, Españoles por el mundo, o el humor negro del Gran Wyoming. Lo que quiero decir es que en los programas “serios”, nuestros locutores son demasiado formales. Basta mirar cualquier telediario de los canales latinoamericanos para comprobar que los locutores en esos países son más espontáneos, están más sueltos, y suelen saltarse muchas formalidades.
Pero aquí seguimos siendo todos muy formalitos.
Hace poco, la editorial Lid me pidió que les diera una frase para la biografía de David Cameron que acaban de publicar (Es la hora de David Cameron, escrita por Juan Millán). El prólogo, por cierto, excelente, es de Jorge Moragas. Querían una frase para la contraportada y yo les propuse: “David Cameron es el iPhone de la política: original, juvenil y lleno de sorpresas”.
Me dijeron en la editorial que, normalmente, cuando piden frases para libros, siempre les envían sentencias llenas de pompa y de palabras que no se encuentran ni en el diccionario. Frases formales.
Lógico. En este país se quiere dar una imagen de excesiva formalidad. Hay un gran miedo a hacer el ridículo. Pero luego, sale un político norteamericano haciendo el ganso, y todo el mundo lo celebra en España ¡Qué simpáticos estos norteamericanos!
Carlos Salas