El mundo sin salir de casa

Guardan los libros, agazapados tras sus lomos, todos los caminos del mundo. Abre alguien sus páginas, en una de estas breves tardes de diciembre, y de repente se encuentra lejos del tedio cotidiano. Deja uno de estar inmerso en la rutina que nos cansa para atravesar los más exóticos parajes, en busca de quién sabe qué prometedoras aventuras.

A menudo olvidamos, como nos recuerda una y otra vez el gran maestro Luis Landero, que todos nosotros, también, vivimos en un país lejano. Tal vez sea por eso que no sólo sea posible sino incluso muy probable encontrar las mejores páginas de viajes en las narraciones de autores que casi nunca abandonaron su pequeño y cotidiano mundo. Si hay algún escritor que ilustre este caso, sin duda es Pío Baroja, arquetipo por antonomasia del narrador en batín y zapatillas. Desde la comodidad tranquila y sin pretensiones de una mesa camilla en el barrio de Salamanca describe, en el tiempo que separa la siesta demorada y la escueta merienda, las peligrosas y sobre todo gélidas galernas que acechan en Gran Sol.

Pío Baroja, arquetipo por antonomasia del narrador en batín y zapatillas. Desde la comodidad tranquila y sin pretensiones de una mesa camilla en el barrio de Salamanca describe, en el tiempo que separa la siesta demorada y la escueta merienda, las peligrosas y sobre todo gélidas galernas que acechan en Gran Sol

Otros muchos, al contrario que don Pío, recorrieron el ancho y ajeno mundo. Tuvieron además la suficiente paciencia para luego contarnos con calma lo vivido. Aunque podríamos recordar a muchos otros, como Jack London o Pierre Benoit, tal vez sea Richard Burton el autor que mejor represente esta categoría de insaciables viajeros.

El políglota Sir Richard escribió mucho y bien. Sabido es que dominaba más de treinta lenguas, aunque pocos recuerdan que su íntima frustración fue el haber sido incapaz de desvelar al mundo el lenguaje de los macacos. De entre sus muchas obras son muy conocidas Mi peregrinación a Medina y a La Meca, y también Primeros pasos en el África Oriental. Otras, quizás menores desde el punto de vista narrativo, encierran sin embargo tesoros insospechados. Tal es el caso de La cetrería en el valle del Indo, breve y delicioso libro que merecería ser traducido y divulgado, aunque ya en su tiempo el propio autor reconociera que “falcony can scarcely be considered a popular subject now”. Además de las peripecias vividas entre las tribus pastunes, esta obra contiene un curioso y sorprendente post-scriptum en el que Burton desvela las estratagemas a las que recurre para inmiscuirse en la vida de aquellas lejanas gentes y ganarse la confianza de sus orgullosos jefes. Lo primero fue crearse una identidad ficticia en la que no quedase rastro del sahib que Burton era. Nació así un nuevo personaje, Mirza Abdullah al-Bushiri, buhonero medio persa y medio árabe, que aventando las virtudes de su variada mercancía entraba con desparpajo en lugares públicos y espacios privados, incluidos los de quien será luego su mentor en el arte de la cetrería, Ibrahim Khan Talpur. Lo segundo, hablar en la lengua de estas tribus, aunque fuera con un encantador acento persa. Lo tercero, y tal vez más complicado, olvidar que era un británico al servicio del Imperio para convertirse en el más atento de aquellos que al cabo de los años serían los observadores antropológicos.                        

 

Ignacio Vázquez Moliní