El hundimiento de Gadafi
Cuando la fuerza del poder se diluye, uno de los efectos inmediatos es que los teléfonos dejan de sonar, los amigos comienzan a escasear y todo lo que antes era claro y diáfano, se torna oscuro y enrevesado. Dejar el poder tiene esos efectos menores, que son tales pues en muchas ocasiones difícilmente se puede considerar como amigos a muchos de los que andan alrededor, y pocas son las llamadas que pretenden algo distinto de algún interés concreto. El esplendor del reinado se esfuma con la corona: el sujeto no viste al cargo, sino el cargo hace del sujeto lo que es.
Estas sencillas e ingenuas reflexiones, bien podrían acompañar los pensamientos de Gadafi en su trabajosa huida. El avance de las tropas rebeldes, apoyadas por los efectivos de la OTAN, ha hecho que el sátrapa libio se haya dado el piro. Jorge Semprum contaba que, al llegar la primavera, los rusos que trabajaban en el exterior del campo de Buchenwald comenzaban a darse el piro: miraban al cielo, olían el aroma de las plantas y las flores, los invadía una nostalgia rabiosa y de forma natural, espontánea, original y fatalmente improvisada se daban el piro con el vano propósito de regresar a su añorada Rusia, pereciendo, como es fácil de prever, en el intento.
Pero Gadafi no ha sentido el aroma de la primavera árabe, ni ha escuchado la voz de su pueblo, ni ha visto el cielo radiante. En el interior de su fortaleza no había forma de hacerlo. Las imágenes que nos muestran los medios atestiguan, además de la intrínseca naturaleza hortera extrañamente común a todos los dictadores, la distancia que hay entre ellos y la realidad de sus países. Sin nostalgia posible, con el único estímulo del miedo, se ha dado el piro ante la llegada de sus súbditos para arrancarlo del poder. Muchos serán, no cabe duda, antiguos fajadores de la revolución verde reconvertidos a la milicia; otros, serán los hombres y mujeres pisoteados por su régimen durante cuarenta años, y los más, los habitantes mudos y silenciosos que han soportado el terror, la ignominia y la injusticia del tirano con estoico espíritu de supervivencia y la humilde esperanza de ver llegar algún día el cambio tan esperado. Pero todos han coincidido en ir a por él con la comprensible intención, supongo, de triturarlo.
Y, claro, Gadafi se ha ido. Seguramente solo: sin medios económicos – sus cuentas internacionales han sido congeladas –, sin su Guardia de Corps – rendida a los rebeldes- y sin sus amigos del exterior: Aznar, Berlusconi y otros muchos que veían en él, cuando estaba en su esplendor, nada más que a un “amigo extravagante”, en palabras del ex presidente español. Ni siquiera ellos han sido capaces de llamarlo, compartir con él ésta última angustia: su teléfono no ha sonado, sus amigos ya no estaban.
Ahora, oculto en algún lugar desconocido, el criminal descubre lo efímero que es todo cuando no se tiene el cetro en la mano. Pronto no podrá fiarse de quienes lo esconden porque la guerra llegará a su fin y hacerlo no será nada rentable. Quizá acabe abandonado en un zulo, como Sadam, aquél otro al que todos abandonaron en el momento en que su suerte cambió de rumbo.
En eso consiste el poder absoluto: es un engaño, un delirio imposible, un tic tac constante que marca con insistencia la cuenta atrás cuyo final siempre termina por llegar.
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Rafael García Rico