El fanático nigeriano que quiso ser Bin Laden

Como Osama Bin Laden, Umar Farouk Abdulmutallab, viene de familia adinerada. Como él, quiso ser ingeniero. Como él, viajó, residió y estudió en Europa. Como él, instalado en las comodidades de ese Occidente que tanto odia, vivió en un piso de lujo. Y como él, poseído por el Mal, ataca.

Demasiadas coincidencias como para pensar que es casual tan sorprendente analogía. El radicalismo islámico brota, al abrigo de la sharia, en los más insospechados rincones agarenos pero, montado en el dólar, curiosamente anida en Europa cual franquicia de esa multinacional del horror llamada Yihad. No es casualidad que Osama Bin Laden, hijo de un poderoso constructor saudí, vistiera pantalones acampanados en Oxford en la década de los setenta ni que Umar Farouk, el joven neoguerrillero yihadista que a punto estuvo este fin de semana de volar un avión con casi 300 pasajeros de camino a Detroit, estudiase en Londres, vistiese camisas de Ralph Lauren y fuese hijo de un ex ministro y reputado banquero de Nigeria.

Son denominadores comunes -dinero, estudios, viajes al Reino Unido- que no han de pasar inadvertidos para los servicios secretos europeos. Y menos aún para el CNI, que debe ser consciente de que España -la tan anhelada Al-Andalus del integrismo yihadista- es hoy la principal cantera en Occidente de terroristas para la tentacular estructura de Al Qaeda. Desde los atentados del 11-M en Madrid han sido detenidos casi 400 presuntos terroristas islamistas en suelo español. Que nadie piense que es también casual que los tres cooperantes secuestrados en Mauritania por Al Qaeda en el Magreb, de los que se continúa por cierto sin noticias, sean españoles.

Como Umar Farouk, miles de jóvenes en el mundo atienden con abnegado fanatismo las fatwas dictadas por Osama Bin Laden a finales de los noventa declarando la guerra santa contra Estados Unidos.

Lo que no se explica, por mucho que lo intenten hoy las autoridades norteamericanas, es cómo un individuo que aparece en la lista de sospechosos de terrorismo puede quedar fuera de la lista de excluidos para volar. Resulta en todo punto inverosímil. Desde hace años los ciudadanos soportamos en los controles aeroportuarios no sólo largas colas sino también que nos requisen el aftershave, nos obliguen a descalzarnos y nos cacheen casi la entrepierna. Y todos -o casi todos- lo damos por bueno con tal de que no se cuele en nuestro aparato (al avión me refiero) algún desalmado que sueñe brindar su alma -y la de los de alrededor- a su amado Dios. Más que activar de inmediato una alerta naranja, lo que resulta imperioso es impedir que esos 550.000 individuos que integran la base de datos de sospechosos de terrorismo que maneja el Pentágono no pisen, por Dios, un avión.

Por mucho que corra ahora la Casa Blanca para revisar el funcionamiento de las listas de pasajeros, el mal -aunque no haya terminado esta vez en tragedia- ya está hecho. Nunca es tarde si la dicha es buena, pero el ciudadano de a pie o de avión jamás entenderá cómo este individuo, del que su propio padre había alertado a las autoridades americanas, pudo entrar en un avión y poner en riesgo la vida de tanta gente.

Aún no se ha podido contrastar que Al Qaeda esté detrás de la acción de este individuo, pero es cuestión de horas. La policía británica, que ha registrado la vivienda de Umar Farouk en Londres, pronto encontrará conexiones con la metastásica propaganda yihadista.

Decía Samuel P. Huntington que en este nuevo mundo, "los conflictos más importantes y peligrosos no serán los que se produzcan entre clases sociales, ricos y pobres u otros grupos definidos por criterios económicos, sino los que afecten a pueblos pertenecientes a diferentes entidades culturales". No le faltaba razón. Frenar el choque de civilizaciones, preservando al tiempo nuestra seguridad, es hoy la primera obligación de los gobiernos occidentales.

Armando Huerta