De cuando Oliverio Girondo pudo al fin escribir para Scarlett Johansson
No sin muchas y muy difíciles gestiones, logré concertar al fin una cita con Scarlett Johansson.
Fue en el Zebulon Café Concert de Washington, donde tiempo atrás arreglara yo una cita entre Christina Rossetti y Buffalo Bill, de la que salieron novios bajo el influjo de un par de botellas de Opus One, vino tinto de Napa Valley, ¿o serían dos botellas de Screaming Eagle, también de Napa Valley, y probablemente los dos mejores tintos del mundo?
Probablemente, digo, aunque acaso en esto no estuviera de acuerdo Lola Flores, ni lo estén el teniente coronel Tejero, Manuel Benítez El Cordobés, Rosa Díez, Mariano Rajoy y su ministro jamonero, Pérez Rubalcaba, Cayo Lara… Ni monseñor Rouco Varela. Ni Paquito Clavel. Ni Shakira, ni Piqué; ni la Carbonero, ni Casillas (aunque de estos cuatro últimos cabe colegir que beban vino a lo cagapoquitos, como definía Antonio Mairena a los poetastros que se acercaban bobaliconamente al cante, con fe de creyentes).
Pero, bah… Lo del enchulamiento entre Christina Rossetti y Buffalo Bill, no hace al caso. Es cosa de un noveleo de este relator.
A Oliverio Girondo le habían dado alojamiento, en Washington, en un zoo muy cuco, para artistas, lo que es decir en una galería de arte especializada en pintores latinoamericanos, y de allá que me lo llevé al Zebulon, muy arregladito, con americana de cuadros en azul y corbata de lazo a topos rojos sobre fondo blanco.
Scarlett Johansson, mohinosa, con el estoma bucal crispado, como irritada su gola y con la voz turbia y vulturnosa, soberbia y engreída, lo que, empero, no le impedía su carnosa gulosidad de los labios, nos dijo que no a lo de cantar en español, no obstante Girondo le tradujera los versos de aquella canción suya, Puedes juntar las manos, con música de León Gieco, que dicen:
No tan sólo tus manos son un puro milagro. / Un traspiés, un olvido, / y acaso fueras mosca, lechuga, cocodrilo. / Y después… / esa estrella. / No preguntes. / ¡Misterio! / El silencio. / Tu pelo. / Y el fervor, / la aquiescencia / del universo entero, / para lograr tus poros, / esa ortiga, / esa piedra. / Puedes juntar las manos. / Amputarte las trenzas. / Yo daré mientras tanto tres vueltas de carnero.
–Mujer –intervine–, esos versos en nada desmerecen de los que has cantado de Tom Waits.
El gran mono Oliverio Girondo, con esa agudeza política de los chimpancés (léase La política de los chimpancés, del primatólogo Frans de Waal), ojos de galopín avezado, me hizo un gesto para callarme, y con una sonrisa voluptuosa acarició ahora los muslos de Scarlett, metiendo la mano bajo su blanco vestido de lino, y se parafraseó, siendo que en lugar de decir aquello de que «con la poesía sucede lo mismo que con las mujeres; llega un momento en que la única actitud respetuosa consiste en levantarles la pollera», proclamó solemnemente que con las mujeres sucede lo mismo que con la poesía, y que la única actitud respetuosa consiste en levantarles la pollera.
–Ramón Irigoyen –apostillé para animarles– dice en uno de los poemas de Los abanicos del Caudillo, que «hay que bajarles las bragas a todas las palabras del diccionario».
Pero no me hicieron ni caso.
Scarlett alentaba ya las caricias –levantada su pollera– del chimpancé Girondo.
José Luis Moreno-Ruiz