De cuando Girondo se negó a componer para Leonor Watling
–Que cuando quieras decir: «Mi amor», / digas: «Pescado frito»; / que tus manos intenten estrangularte a cada rato, / y que en vez de tirar el cigarrillo, / seas tú el que te arrojes en las salivaderas. / Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; / que al acostarse junto a ti, / se metamorfosee en sanguijuela, / y que después de parir un cuervo, / alumbre una llave inglesa –espetó Oliverio Girondo al músico acompañante de Leonor Watling, que le afeó no querer componer canciones para ella.
El detonante, cuando Girondo me dijo aún ante ellos:
–Che, por favor; mirá si puedo componer para Scarlett Johansson. Me inventaré el inglés, si es preciso.
Era yo agente literario y manager del grandísimo chimpancé Girondo, todo hay que decirlo, por enamorarme de su regia esposa, la bella Norah Lange, una de las escritoras más luminosas, lo mismo en narrativa que en verso, del siglo XX cambalache.
Quería yo estar cerca de ambos –de ella, más bien– y encima Norah Lange prometió comprarme un traje de marinero como el que fue etiqueta en la recepción ofrecida por ella y Girondo a Lorca, cuando arribó a Buenos Aires. Compréndase que firmara yo raudo el contrato de apoderamiento de Oliverio mientras almorzábamos en la terraza para primates del Country Club del zoo artístico y literario.
Con Leonor Watling, empero, Girondo fue caballeroso:
–Este, oíme… Si vos tienes un cuerpazo; si Jordi Mollà, que se decía Ulises en aquella película, no pudo ni hacerte sombra cuando desnudos quiso competir con vos y quitarte plano, robarte el show… ¡Ni aunque se creyera ante la cámara más nenita que vos!
–Scarlett Johansson no tiene voz, yo sí sé cantar –replicó Leonor, soberbia.
–Este, bueno –se encogió de hombros Girondo–, mirá… Scarlett hace cosas de Tom Waits y vos, perdóname, che, tienes versiones muy pálidas de lo más trillado y convencional –hizo un gesto de resignación y abundó–: Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
La decisión última del gran mono poético fue después de que ella nasalizara en exceso esa canción de Girondo, con música de León Gieco y Luis Gurevich, titulada Siesta, que comienza:
Un zumbido de moscas anestesia la aldea. / El sol unta con fósforo el frente de las casas, / y en el cauce reseco de las calles que sueñan / deambula un blanco espectro vestido de caballo.
La monísima Leonor se cabreó cual mona. Adelantó el mentón y fuese.
El músico que siempre iba con ella, inició la bronca. Tras repetirle Girondo el verso «Que tu mujer te engañe hasta con los buzones», hubo puñetazos. Ganó Girondo por KO técnico.
Casi ni me enteré, perdido en la mirada fúlgida de Norah Lange.
(Continuará)
José Luis Moreno-Ruiz