Cada día un poco más al sur
Me resultó demasiado fácil adaptarme a las comodidades, y luego, de nuevo, fueron ellas las que me hicieron olvidar que lo más importante es lo más sencillo.
Después de pasar un par de meses varado en el hogar familiar, y de disfrutar con sosiego de la familia y amigos, me encontré desamparado. Era la hora de dejar atrás los beneficios de la vida sedentaria.
De repente me encontré solo saliendo del puerto de Tánger, con el viento azotándome la cara mientras esperaba en la rampa que me llevará hacia la autopista, todavía en construcción, era de noche, estaba empezando a chispear, y no lograba ver un buen sitio para acampar, o dormir.
Fue cuando Hassan, el dueño de un "salón de té", me ofreció dormir en su establecimiento, que esa noche estaba abarrotado de hombres jugando al dominó, a la vez que fumaban y veían un partido de “champions” del Real Madrid.
En ese momento, cuando ya era consciente de que era un ser que se encontraba desamparado y sin las ventajas de las que había disfrutado unos días atrás, de repente me pareció que tenía ante mí la oportunidad de sentirme el hombre más afortunado del mundo y comencé a disfrutar de esa sensación.
Al despertarme al día siguiente con el traqueteo de los camiones que pasaban a escasos metros de la tetería (si donde hacen café es cafetería, donde hacen té es tetería), tocaba por primera vez, en 4 meses, ese acto de nómada que implica recoger todas las pertenencias, y con ella continuar por la carretera que la noche anterior parecía un infierno.
Ya no soplaba el viento. Y de la lluvia solo quedaban las nubes oscuras que cubrían el cielo.
Y así me encontraba de nuevo. Rumbo a algún punto en el mapa, que no iba a ser más que un lugar de paso, para luego volver a encaminarme hacía el siguiente punto.
Gracias a la velocidad de la bicicleta, podía seguir apreciando lo que pasaba a mi lado. El canto de los pájaros, los gritos de los vendedores al pasar por los mercados, el olor a carburante de los “grand taxis” (esos mercedes clásicos de la serie 200 que abarrotan las carreteras marroquíes), y también me brindaba la oportunidad de conocer a la gente que en el camino me saludaban, o me invitaban a tomar té.
Por los pueblos más humildes del sur, me fue más fácil conectar con la gente.
Viviendo en condiciones difíciles, en los terrenos áridos del alto Atlas, en medio del frío invierno, me encontraba a menudo con gente me abría las puertas de sus casas.
Casas sencillas, sin luz, con una estufa en el medio del salón, siempre con una tetera llena de agua caliente lista para ser servida.
Uno de los días más duros, llevaba medio día nevando, una familia me ofreció cobijo para que durmiese en la casa.
La casa contaba con dos habitaciones. Las ventanas, con los cristales rotos, estaban tapadas con trozos de plásticos y una lámpara de queroseno proporcionaba luz a la estancia.
Ibrahim, el padre de familia, lleva un turbante azul, y su mujer Fátima, mucho más joven que él, ante mi presencia baja la mirada.
Me invitaron a sentarme y me pidieron que colgase la ropa húmeda, y mientras sobre una mesa baja, el hijo más pequeño Ahmed, puso un cuenco lleno de aceite de oliva, mantequilla y un trozo de pan.
Fátima diluía los terrones de azúcar en el té, y Ahmed nos acercaba una palangana para que nos lavemos las manos Ibrahim y yo.
Nosotros, sentados en unos taburetes de madera, hacemos para entendernos y le explico que vengo desde Tánger.
Lo que más me llamó la atención a Ibrahim, fue que yo era la primera persona a la que conocía en Marruecos y que no sabía apenas nada del fútbol español. Fátima, siempre sentada en el suelo y de cara a la pared, empezaba a preparar la cena. Poco a poco fueron apareciendo el resto de hijos. Fuera el viento soplaba fuerte, los plásticos que tapaban las ventanas no aguantaban y se despegaban.
Después de llevar un rato charlando, él en "tamazight" y yo en español, la cena ya estaba lista. Ahmed volvió a pasar la palangana para que nos lavásemos las manos. Sentados todos al rededor del “tajin” empezamos a cenar. Todos menos Fátima, que había apartado su cena y comía sola mirando hacia otro lado.
Esa noche dormimos bajo el mismo techo escuchando el incesante viento que a través de las ventanas de plástico no paraban de despegar el celo que las tapaba. Una vez mas son las personas que menos tienen las que más comparten, y tristemente dejo atrás historias de personas que no tienen la misma suerte que yo.
Cada día un poco más al sur.
Javier de la Varga