jueves, abril 25, 2024
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El vértigo que produce el contrato laboral único

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En España llegan a reconocerse 42 tipos de contrato de trabajo. Una selva administrativa de consecuencias penosas para toda la sociedad, presa de una cultura heredada del franquismo, que tienen asumida los trabajadores (y sus sindicatos) y los empresarios (y sus organizaciones representativas). La eternización del verticato, vamos.

 

Es curioso que cada mes, tras la publicación de los datos del paro registrado, y cada trimestre cuando “sale la EPA”, todos saquen la falsilla del discursito concentrado para la televisión, en la que se lamentan de la temporalidad creciente de la contratación y echan la culpa al maestro armero, que casi siempre es el Gobierno que toque.

 

Es un fatum nacional, una calamidad pública, un estigma de nuestros pecados pasados, presentes y futuros, que se guarda en el cajón para el mes siguiente o para la EPA siguiente, que digan lo que digan los datos, obtienen la misma cantinela como opinión fundada.

 

Hace un tiempo un grupo de cien economistas planteó la implantación del contrato único. Ni por su cantidad ni por su calidad (muchos de ellos son eminentes en su profesión en la teoría y en la práctica) merecieron una gran atención y creo que sólo un partido político se ha arriesgado a postular, supongo que con el barniz político conveniente, algo parecido. Más bien la respuesta fue contestada airadamente por los sindicatos (cuyos aparatos viven de la conflictividad) y muy fría y distantemente por los empresarios (cuyas organizaciones viven de esa misma conflictividad).

 

¿Es tan venenoso el contrato único? Digamos que, a lo mejor, su título no es lo más afortunado, pero si decimos que se trata de la existencia de un contrato laboral para el que exista una regulación legal no discriminatoria; un contrato que no se devana los sesos en conjeturas sobre la naturaleza del puesto de trabajo, cuyo fin único es distinguir entre unos y otros trabajadores, es decir discriminar a unos de otros.

 

La actual legislación basa la temporalidad de los contratos en la inconsistencia argumental de que se puede anticipar cuál va a ser el ciclo vital del puesto de trabajo, sin tener en cuenta que todos los puestos de trabajo que se crean evolucionan por diversas razones, desarrollo tecnológico, motivos sociales (actividades que socialmente pasan a ser repudiables, o que pasan a ser aceptables), cuestiones estrictamente económicas (competencia, obsolescencia).

 

Sobre la ficción del conocimiento del futuro del puesto de trabajo se instrumenta la diferencia de protección entre trabajadores  temporales y de contrato indefinido (y no fijo, como comúnmente se tiende a decir), con serio perjuicio para los primeros. Además, en una contradicción difícilmente explicable, los sindicatos claman contra la extensión de los contratos temporales, que no es sino el reconocimiento de un error de cálculo sobre el ciclo vital del puesto de trabajo. Por decirlo por lo cheli, si el puesto de trabajo iba a durar un año, que dure un año, ni un día más.

 

Se dice que el contrato único convierte a todos los trabajadores en temporales, lo que es doblemente incierto. Por un lado, los puestos de trabajo (que son la clave en todo esto) no dejarán de existir y, por otro lado, ocurre lo contrario, que todos los trabajadores tendrían la protección de los trabajadores con contrato indefinido.

 

También se arguye que las indemnizaciones por despido sufrirían un recorte, lo que en algunas formulaciones, no solo las del “grupo de los cien”, no es cierto. La indemnización creciente puede partir de una base mínima como la que ahora tienen los temporales, pero iría incrementándose con la duración del contrato hasta alcanzar un máximo a negociar por las partes.

 

Si los fácticos de la situación laboral, elevaran la vista y contemplaran lo que en realidad les rodea, no podrían negarse ante esta evidencia. Pero no lo harán. Les va en ello su puesto de trabajo “fijo”.

Thomas

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