jueves, abril 25, 2024
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Barcelona, Madrid, París, Londres y Las Casas de Alcanar

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Las circunstancias de la vida han hecho que uno esté especialmente conectado al iphone estas vacaciones. O sea, lo que se dice, conectado. Lo cual me ha proporcionado innumerables alegrías, no se hace idea. Por ejemplo, al entrar en el Facebook supe de una estimada aunque muy abandonada amistad y sus pasos, cosa que sinceramente agradezco. Un día me decía que a esta amistad le gustaba Halcón Viajes, otro que era fan ya de Orange. Tengo que reconocer que me sorprendió cuando Facebook me dio el “queo” de que estaba comiendo en un caro restaurante de Gandía. Mira tú, qué alegría, en Gandía todo el día. También el aparato me advirtió de varias solicitudes de amistad de desconocidos, me llegó una multa del Ayuntamiento, varias propuestas de créditos (todas muy ventajosas y de agradecer), un aviso del Atlético de Madrid sobre el Wanda (de eso ya hablaremos) e incluso me permitió entrar en la élite selecta de los que pueden ver el muro de una sobrina de 18 años. En fin, satisfacciones de estar conectado. Por eso entiendo cada día menos a los que se quieren desconectar.

La Policía conectó la matanza de Las Ramblas con una explosión en un pueblecito, una detonación que muchos tomaron por un trueno tormentoso. Alcanar y Las Casas de Alcanar, en el extremo sur de la provincia de Tarragona, Cataluña. Mi abuela, que era natural de la zona, cuando nos tomaba el pelo y quería decir que algo era grandioso y de buen gusto internacional (como los Ferrero-Rocher) decía con retintín: “Si, hijo, Barcelona, Madrid, París, Londres y Las Casas de Alcanar”. Entonces a Las Casas de Alcanar solo las conocían los lugareños. Hoy Alcanar y sus casas las conoce hasta la CIA. Conectados. Conectadas las cuatro magnas ciudades y la aldea.

El paso de agosto a septiembre es sin duda un Rubicón, un escalón a la edad adulta tras estar todo el verano haciendo un poco el tonto. La playa, las bicicletas del estío, quedan atrás y ya no tenemos otra que afrontar lo que hay. Las salvajadas yihadistas de Barcelona y Cambrils nos cargaron con una ración de quina el tinto de verano. Sangre, muerte, tiroteos, el objetivo del terrorismo global marcado en nuestro país. La Yihad es global por definición, y por mucho que algunos intenten jugar a los cartelitos absurdos, hay declarada desde hace al menos dos décadas una guerra mundial contra “cristianos, cruzados y judíos”, aunque uno de cruzado no tenga ni aquello del “cruzado mágico”. Que se lo expliquen al mohecín de Ripoll.

Así está el panorama y por eso una trama internacional –Bruselas, París, Marruecos– montó un laboratorio de explosivos en Alcanar, donde Las Casas. Ante la situación, lo podemos ver como una algarada de barrio o como un problema de enfoque global, de Globo; un problema mundial. La elección de muchos políticos fue la de barrio, barriobajera más bien. Lo gracioso es que estos independentistas no se dan cuenta de que no hay nada tan español como hacerse quijotescamente el loco ante el peligro y pegarse tiros en los piés. Así están actuando ante una situación alarmante.

Si alguien cree que no hay que hacer autocrítica cuando te montan una célula yihadista en lugares tan poco remotos como Ripoll y Alcanar y no la hueles, allá él. Si es normal que la policía se líe a tiros sin hacer prisioneros y con nula investigación –todos los detenidos o estaban en el hospital o se entregaron solos–, mal vamos. Si lo normal es que se permita que haya okupas en un chalet montando un polvorín yihadista y que el alcalde del lugar –que no se enteró de nada– salga con que “es que aquí somos de poco preguntar”, escalofriante.

Los yihadistas han dado con habilidad en el ángulo muerto de la seguridad en España. Ése que comienza con la disparatada pelea por las competencias. Ése en la que se pone la carne en el asador en echar a los otros cuerpos policiales, en lugar de mirar por la seguridad global, que solo mira el color del uniforme. La España de los dos Estados, el propiamente dicho y el paralelo que hemos creado –y pagado a precio de oro– en casi todas las comunidades autónomas. Y, entrando por el ángulo muerto, han soltado el golpe en la bisagra del Estado. Y han acertado, que es lo triste. El arreón ha servido para que el país al que han golpeado se agriete un poco más. Visión de barrio ante problemas globales. Los yihadistas han tenido éxito, otra vez.

Las naciones golpeadas no solo se agrupan y hacen más sólidas, se apoyan unas en las otras, no solo políticamente. Los servicios de inteligencia españoles ayudan mucho a los británicos y los franceses; los marroquíes trabajan abiertamente y apoyan. El mundo se mueve a una velocidad y escala global. Hay pocas fronteras, cada vez somos más iguales y tenemos más en común con ingleses, holandeses, franceses o alemanes. Hay conexión.

La vida va así. Conectada. Por mucho que me ponga los dientes largos de envidia esa cenita de mi amistad en el restaurante pijo de Gandía. La conexión ha hecho el desarrollo, desde tiempos lejanos. El camino de Santiago, por ejemplo, fue una conexión europea que empezó a dar luz de civilización y progreso tras las sombras de la Edad Media. Esos incipientes turistas con hato, andrajos y cayado.

Ahora hay un movimiento visceral contra la conexión. En Cataluña–y País Vasco–, hay una facción no pequeña de gente que no quieren turistas, ni quieren estar conectados al resto del país. En mi ciudad quieren que no nos movamos de barrio, porque contaminamos y molestamos si vamos al centro, si nos juntamos en sitios que dan identidad a Madrid, como la Plaza de Santa Ana.

Desconectarse es llamar “facha” por sistema a quien no está de acuerdo con el vocerío dominante, como pasa hoy en Cataluña. Es que el jefe de la Policía ataque visceralmente en público a un periodista. Es purgar al que piensa diferente. Desconexión personal, desconexión de formas democráticas.

Yo estoy encantado viendo las pirulas que mi sobrina de 18 años le hace a sus padres. Eso sí, otra cosa es que las publique. Y me iré de bureo a la Plaza de Santa Ana, o a Las Ramblas, si hay suerte. Siempre conectado, con perdón.

Joaquín Vidal

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