jueves, abril 25, 2024
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Don Pablo

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Don Pablo era enjuto, escueto. Pequeño, con manos de colibrí y más años que Matusalén. Don Pablo nos daba clase en el último año de parvulario -creo que ya estoy perdido con tantos planes de educación-,  en un colegio  de pago para obreros con posibles del barrio de Cuatro Caminos. Se trataba de un centro modesto, en nada comparable a los grandes de la época, habitualmente en manos de la Iglesia como los Salesianos. Allí iban a educarse los hijos del panadero del barrio, del pintor que se reventaba a trabajar, del tendero. Y la educación era dura, sin concesiones; con los habituales castigos de la época. Don Andres, el director era un héroe de la División Azul, el profesor de gimnasia compatibilizaba la docencia con su empleo de sargento en la Guardia Civil, el de lengua había sido Alférez provisional y pertenecía a su hermandad.

Y luego estaba Don Pablo. Era Maestro nacional, de esos que ganaban poco y enseñaban mucho. Don Pablo no consentía que se hablase en clase, ni que nadie se permitiese un mínimo desliz. Si lo hacías, llegaba al pupitre donde estabas sentado, te ordenaba extender la mano y te daba un palmetazo con una regla de plástico que siempre portaba exprofeso. Por supuesto que los educandos íbamos preparados para el castigo en base a determinadas leyendas urbanas: si te untas ajo en la palma de la mano, no duele; que si giras la muñeca en el momento justo, aminoras el golpe…Yo, que no era precisamente un alma de cántaro, recibí unos cuantos golpes. El que más me dolió fue cuando me pillo una carta de amor -si entonces escribíamos cartas de amor, no existía el Whatsaap-, a una compañera rubia de la que estaba locamente enamorado desde la primera comunión, porque aparte del reglazo, me propinó un tirón de orejas de los que hacen época. Por supuesto que quejarse a mamá o a papá, daba igual-no como ahora-, pues ellos refrendaban el castigo del maestro con otro par de azotes que “algo habrás hecho, que eres un sinvergüenza”.

Don Pablo -todavía se llamaba Don a los maestros-, se sabía de memoria los ríos de España y sus afluentes, las cordilleras, las matemáticas básicas que debíamos de aprender y la historia de España desde los neandertales hasta el desarrollismo de los años sesenta. Y nos quería. Cada vez que un curso ascendía al siguiente curso, daba un discurso y se le escapan unas lagrimitas, ya que llevábamos con el cuatro o cinco años. Nunca nos llamaba por el nombre sino por el apellido y nos trataba de usted: “Bermudez, suba al encerado y dígame cual es el sujeto y el predicado de esta oración”

Don Pablo llegaba siempre ataviado con un traje modesto, incluso raído, y la enciclopedia Alvarez -jamás se estudiara lo suficiente el impacto de aquella maravillosa enciclopedia en la educación de varias generaciones de españoles-, bajo el brazo. Los días de lluvia mirábamos por la ventana como el agua salpicaba en los alfeizares, embobados mientras escuchábamos la historia de los Reyes Católicos o repetíamos la tabla del siete en una cantinela infantil: “siete por una siete, siete por dos catorce…”

Don Pablo nos enseñó educación, respeto y una vasta cultura que a muchos de nosotros nos sirvió posteriormente para ser mejores personas, por eso le recuerdo, con su rostro arrugado, sus manos de colibrí, el traje raído y su amor por la enseñanza.

Porque Don Pablo amaba lo que hacía y comprendía que su papel era vital en la sociedad, aunque ganase poco y toda su vida hubiera tenido que llevar por gala la modestia del que educa hombres y mujeres como personas cabales y buenas.

Don Pablo murió hace muchos años, pero aún sus alumnos le recordamos con cariño.

¡Gracias!

José Romero

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