sábado, abril 20, 2024
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Los antiliberales

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Para Karl Marx, el materialismo histórico era una disciplina científica infalible que predecía cómo se desarrollaba y evolucionaba la sociedad y que, por extensión, proporcionaba elementos para prever cómo serían las futuras sociedades y las revoluciones que se sucederían. También el filósofo y economista liberal John Stuart Mill trabajó en sistemas inductivos que pretendían generar herramientas para anticiparse al conocimiento del comportamiento de la sociedad. En su obra “Sobre la Libertad”, donde defiende con pasión la libertad de expresión, indicó que “la sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas”.

Ambas reflexiones de dos filósofos tan dispares entre sí, tienen un nexo en común: el antiliberalismo se sustenta en el principio de tratar de explicar científicamente la evolución de la sociedad y se aferra a que esa realidad social puede ser anticipada. Es la tesis que aplican el comunismo, los populismos o los nacionalismos, que se enraízan en su poderoso conocimiento de lo que la sociedad deseará en el futuro, y que encierran por sí mismos el ejercicio de una tiranía social, en la que la masa se convierte en la herramienta ideológica sobre la que se sustenta la transformación para, una vez asaltado el poder, conducir a la sociedad de forma caudillista, a esa Ítaca a la que nunca llegan. Porque al final, todas estas fórmulas mágicas, como bien sabemos, han fracasado una y otra vez cada vez, que han tratado de ser aplicadas en la práctica real.

Además de esta capacidad visionaria de la sociedad, el comunismo, los populismos y los nacionalismos también comparten el otorgar el poder supremo al Estado, o lo que es lo mismo: a quienes lo gobiernan. El Estado, entendido por ellos como quien dicta lo que está bien y lo que está mal, quien ordena a sus obedientes ciudadanos lo que deben hacer y prohíbe todo aquello que consideran inmoral, improductivo o simplemente una amenaza al sistema. Es como ese Gran Hermano omnipresente que relató George Orwell en su novela “1984”. Una sociedad donde la vigilancia masiva lleva a la manipulación social y a la represión política. En Venezuela, en pleno siglo XXI, algunas lecciones de ello nos pueden ofrecer los populistas- nacionalistas- comunistas de Chávez y Maduro.

Aunque si deseamos conocer otras lecciones de antiliberalismo, tampoco hace falta cruzar el charco. Quedémonos en España. Allá donde gobiernan los del partido de “la gente” se han dedicado a prohibir conductas, censurar moralmente a una parte de la sociedad que no opina como ellos, y ejercer un populismo de puño duro, ocultado en guante de seda. Son más partidarios de los escraches, de la ofensa a los católicos y de dejar perder oportunidades de inversión privada que generarían miles de empleos. Ya se sabe: para ellos la “opinión pública” es la base de sustitución de la Ley.

Todo lo arreglan con la subvención de dinero público a sus partidarios y afines, defendiendo la “okupación” frente a la propiedad privada, incumpliendo el equilibrio presupuestario para que haya menos deuda pública y aumentando el gasto público. De bajar impuestos no hablemos, ya que sólo los bajan en aquellos barrios donde los populistas han ganado, como ha sucedido en Madrid con el IBI. Al menos no hemos llegado a lo que sucedió en Caracas, donde algunos barrios se quedaban sin alumbrado público por las noches para que la “gente” pudiera “reequilibrar” la sociedad asaltando las casas de “los ricos”. Arruinar a una sociedad lleva años, pero si de algo van sobrados el comunismo y el populismo es precisamente de tiempo.

En contraposición a ello, para el pensamiento liberal la solución a un problema no debe generarla por sí misma el Estado. Más al contrario, las sociedades liberales han sido prósperas (no sólo en materia económica sino también en lo social, cultural o educativo) gracias a que el individuo, en un contexto de libertad, es el verdadero motor de crecimiento. El tiempo se ha encargado de demostrarnos que si el liberalismo es un sistema eficiente y progresista, es justo por la ausencia de propiedad estatal en los bienes de producción, y por tanto del intervencionismo absoluto del Estado en el devenir de la sociedad.

Un sistema que comprende que los servicios esenciales  deben ser prestados por lo público (educación, sanidad, seguridad social…) para garantizar el acceso universal de los ciudadanos en igualdad de oportunidades, pero cumpliendo con dos premisas. La primera es que la Administración Pública no es generadora de empresas, y por tanto la creadora de empleo. De eso se encargan las personas. Un ejemplo de ello fue el estrepitoso fracaso del “Plan E” de Zapatero.

La segunda es adecuar la fiscalidad y que ésta sea lo más baja posible, en función de la coyuntura económica de cada periodo, para que el Estado no se convierta en un ente opresor, sino en un regulador del contexto social y económico. Y también en la voz de las necesidades de la sociedad a través del sistema democrático representativo. Regresando a Stuart Mill, el Estado debe preservar que cada individuo tenga el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros. Pero los antiliberales aún no lo entienden.

Borja Gutiérrez

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