miércoles, abril 24, 2024
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El arte de no tener amigos

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Uno nunca debería cansarse de elogiar la sabiduría de algunos de sus amigos y la simpatía y afabilidad de muchos otros. En el primer grupo, algo más escaso que el segundo, es donde se encuadra Jaime-Axel Ruiz, conocedor proverbial de aquellas cosas curiosas que ya nadie recuerda, de las sabrosas anécdotas del pasado y, sobre todo, de los libros que casi nadie más que él ha leído. Tanto es así que, después de escucharle disertando sobre tal libro leído en su juventud, uno a veces se queda con la sospecha de si, en realidad, no será que se ha inventado tanto las sabrosas páginas de las que habla como el desconocido autor al que las atribuye.

En su más reciente columna, que como cada semana da lustre y añade brillo a las páginas a veces algo anodinas de este diario dedicado, como no podía ser de otra manera, a las urgencias que impone la actualidad, nos recuerda toda una serie de libros que conviene que rebusquemos por los anaqueles perdidos de nuestras bibliotecas, en las cajas amontonadas en los trasteros y en los puestos de los pocos libreros de lance que van quedando en las calles de nuestras ciudades.

Uno de ellos es El arte de no tener amigos y no dejarse convencer por las personas, libro curioso, entretenido y, sobre todo, muy bien escrito en los lejanos años treinta del siglo pasado por Noel Clarasó, ese autor polifacético y algo dadaísta del que hoy, salvo Jaime-Axel Ruiz, nadie recuerda casi nada.

Clarasó, fue hijo del escultor modernista que en su momento obtuvo no poca fama y prestigio, sobre todo gracias a las alegorías funerarias que pueblan los cementerios de Barcelona. Formó un trío indisoluble con Ramón Casas y Santiago Rusiñol, de tan profunda huella en la sociedad catalana.

Por su parte, nuestro autor se dedicó a diversos géneros, pero fue sobre todo en el campo humorístico donde cosechó sus mayores éxitos, gozando de una notoriedad que contrasta todavía más con el olvido al que ha sido relegado. Tanto es así que debieron ser muy pocas las casas ilustradas donde no había al menos alguna de sus obras. De hecho, comentando la magnífica columna que Jaime-Axel Ruiz nos ha regalado esta semana, rememoraba el elegante ejemplar que estuvo en casa de mis padres y que, con los vaivenes y mudanzas que la vida va imponiéndonos, aunque tal vez haya desaparecido para siempre, prefiero pensar que el día menos pensado aparecerá de nuevo. A uno le queda, eso sí, el recuerdo difuso de una lectura agradable, llena de humor y ligereza, que a todos nos vendría de perlas en estos tiempos tan crispados en los que nos ha tocado vivir.

Ignacio Vázquez Moliní

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