viernes, abril 19, 2024
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El emirato de Bújara

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En alguna ocasión anterior, uno ya ha recurrido a esa imagen tan gastada, y sin embargo todavía tan certera, que compara los libros con un cesto de cerezas en el que, al tirar de una se arrastra otra, o al leer un libro, se descubre otro, con nuevas historias, y luego otro más, con otras quizás parecidas, y así, si no hasta el infinito, al menos hasta que la cesta se vacía de cerezas, o la biblioteca se queda sin volúmenes.

En sus Memorias, menciona Arthur Koestler a muchos otros autores, algunos todavía recordados por los lectores actuales, como Bertolt Brecht, aunque no lo sea tanto La Decisión, esa pieza teatral en la que se detiene con cierto detalle y de la que quizás convendría ocuparse en un futuro para no olvidar hasta donde pueden llegar los excesos del extremismo político.

Las obras de otros autores, sin embargo, han quedado sumidas prácticamente en el olvido, arrinconadas en los anaqueles más oscuros de las bibliotecas. Tal es el caso de las del húngaro Ármin Vámbéry, uno de los orientalistas más inspiradores del siglo XIX quien, al igual que nuestro famoso Domingo Badía, transformado en Alí Bey, hiciera en Medina y La Meca, recorrió gran parte de los territorios del Asia Central disfrazado de musulmán, como agente secreto del gobierno inglés.

Gracias a esas informaciones sabemos muchas cosas sobre el emirato de Bújara

Como al cabo de los años también haría Koestler, el intrépido Vámbéry recorrió Anatolia, visitó Samarcanda y, sobre todo, describió la mítica Bújara, transmitiendo toda una serie de informaciones que resultaron vitales para frenar el expansionismo ruso en favor de la incipiente influencia británica en esas remotas regiones.

Gracias a esas informaciones sabemos muchas cosas sobre el emirato de Bújara, desaparecido tras la invasión soviética de los años veinte del pasado siglo. El emir había impuesto un régimen de absoluto terror en el que la más mínima desviación del islamismo más radical se castigaba con una severidad extrema. Así, al igual que en nuestros días ha recuperado el siniestro Estado Islámico en una región no muy distante de Bújara, se arrojaban desde lo alto de los alminares a aquellos cuyas conductas se consideraban contrarias al Islam. Otras veces, se lanzaba a los impíos a pozos secos para que muriesen de hambre.

Se castigaba con la decapitación la lectura de cualquier libro que no fuese el Corán. Una palabra inoportuna, que los mulás juzgasen irreverente, provocaba que el blasfemo fuese degollado. Todas estas penas, como hoy en día hacen los salvajes del Estado Islámico, se aplicaban en la plaza pública para que sirvieran de escarmiento a los habitantes de Bújara.                                       

     

Ignacio Vázquez Moliní

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