viernes, abril 19, 2024
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La maldad existe

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Como es doce de Octubre, día de la fiesta nacional, salgo a la calle con mi esposa para disfrutar de un Madrid efervescente a la par que relajado. La tarde es otoñal con ciertos toques primaverales, pero nos sentimos bien caminando por las cercanías del Palacio Real, los jardines de Sabatini y las calles adyacentes. Como la temperatura es buena, apuramos unos vinitos en una terraza adornados con unas tapas  de calamares que quitan el hambre y el sentido.

Una vez concluido el ágape, decidimos ir “dando un paseíto” que diría mi abuela, hasta la Puerta del Sol, para tomar el metro y dirigirnos a casa. Andamos tomando el pulso a la ciudad que es un ir y venir de gentes que pasean, guiris que se detienen cada cinco metros para tomar fotos o hacerse un 'selfie'; jovencitas que posan con las posturas más extrañas para el celular de un amigo-¿por qué las mujeres siempre posan para las fotos?-, mendicantes estatuas humanas llegadas de los países del Este o un tipo vestido de Spiderman con una tripa que ya quisiera para si un talibán afgano. Es un batiburrillo de personas y personajes, donde por cierto no detecto a ningún político conocido, seguramente porque viaja en vehículo oficial. También, una horda de manteros corre despavorida de la Policía amenazando con arrollarnos. Seguramente, en breve crearan un sindicato como en la ciudad Condal, para defender sus derechos y no tener que huir de las autoridades ¡alucinante!

De improviso, cuando salimos de la Plaza Mayor y llegamos a la calle Esparteros, la tarde-divertida hasta ese momento-, se torna gris oscuro: en el suelo, tirada en la acera, una joven ciega ejerce la mendicidad. Viste apenas unos trapos sucios mientras realiza gestos laterales con la cabeza. Mi esposa, conmovida se acerca para regalarla una limosna en forma de moneda, pero un Policía Local se nos acerca reprendiéndonos cariñosamente:

-No deben de dar dinero-dice-. Esa mujer es víctima de una mafia y no la ayudan a ella, aunque crean lo contrario.

Ante nuestra mirada de estupefacción, prosigue:

-Se llama Micaela, es gitana rumana. Cuando era niña, la echaron cera caliente en los ojos para cegarla y así conseguir que la pena se agrandase. Es algo muy común en determinadas etnias y países ¿no se han percatado de la cantidad de tullidos que piden en los semáforos? Después, la trajeron a España. Todos los días la traen en un coche, la depositan en el suelo y por la tarde la recogen. Hace un año, mis compañeros detuvieron a varios de sus familiares por utilizar a una discapacitada para la mendicidad pero no ha pasado nada. Supongo que tardará en juzgarse el asunto. Mientras tanto, todo sigue igual y Micaela sigue mendigando unas monedas, sin que nadie lo evite ¡así vamos amigo! ¡Así es la vida!

Nos alejamos después de dar las gracias al joven policía por la información. En el trayecto del metro comento con mi mujer lo sucedido y ella, incrédula me dice que no puede ser verdad, que no hay nadie tan malo en este mundo.

Cuando era pequeño, creía que los malos eran los de las películas de Walt Disney o en su defecto el tío del saco o el “sacamantecas”, sin contar con la maldad intrínseca de Lucifer de la que nos hablaba Don Ángel, el cura de la catequesis parroquial. Fui creciendo y comprendí que aquellos villanos no existían, que merecía la pena creer en la bondad de la gente como decía Rousseau. Pero el doce de octubre del año dos mil quince, fue un día de revelación para mí: el mal existe. Lo vi aquel día en los ojos de Micaela.

Por eso, si andan o pasean por el centro de Madrid y ven a una mujer joven, cuyos ojos tienen la desdicha de no contemplar el mundo, no le den una moneda. Denuncien la situación de Micaela ante las autoridades. A lo mejor, entre todos, conseguimos que una porción de maldad sea extirpada de nuestras calles.

José Romero

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