miércoles, abril 24, 2024
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El mantero elegante

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Como todos ustedes saben me gusta pasear por el centro de Madrid, rompeolas de las Españas. Así que cuando el tímido sol otoñal hace su aparición, aunque sea brevemente, suelo coger el metro y bajarme en la estación de la Puerta del Sol. Allí recorro las calles llenas de turistas siguiendo a un tipo con un banderín; observo a gandules y zascandiles dando vueltas en busca de la tierra prometida; chaperos rumanos ofreciéndose a viejos bujarrones para ganarse unos euros y sobre todo, lo más llamativo: hordas de africanos ofreciendo productos falsificados. Venden desde camisetas de futbol del Real Madrid o del Barcelona, hasta zapatillas Nike tan falsas como un billete de trescientos euros. Portan un curioso artilugio manufacturado consistente en un trapo cuadrado. En cada una de sus cuatro esquinas han atado una cuerda que confluyen en una sola: es la denominada “manta”. Depositan la mercancía en su interior de tal forma que si aparece la pasma tiran de ella, que se cierra como un paracaídas y salen corriendo.

Observo toda la mañana un extraño ritual consistente en que los manteros se despliegan de forma estratégica por la Puerta del Sol, venden durante unos minutos para a continuación salir corriendo de una pareja de municipales andando o en moto. Lo cierto es que a ambos bandos se les nota cansados de la situación: los manteros porque es un asunto diario de supervivencia y los policías porque les han endilgado un problema de inmigración irregular. Los políticos han permitido que los emigrantes entrasen en suelo patrio y ahora los tienen en un limbo jurídico en el que nadie sabe realmente en qué situación se encuentran.

De este modo, son dos infanterías que combaten en una guerra sorda, clandestina, en la que no habrá vencedor.

De entre todos los africanos, uno llama mi atención. Se trata de un hombre joven, de unos treinta años. Viste con un traje malo color indefinido y cojea ostensiblemente. Tiene andares y ademanes elásticos, elegantes a pesar de su discapacidad. Los policías que los persiguen intentando detenerles, aflojan el paso cuando este hombre sale corriendo. Se nota claramente que no quieren pillarle.

Una vez que la batalla ha terminado y ambos bandos se retiran (unos a sus cuarteles de Lavapies) y otros a la Comisaria de la calle Montera, decido preguntarle a un madero joven, corpulento, con barba al estilo hípster. El guardia me contesta amablemente, quizás con ganas de hablar con un ciudadano normal del quehacer diario.

-Se llama Diop-dice con una leve sonrisa-. Quedó cojo de una pierna en Senegal, su país. Cuando llegó a Madrid y se dedicó a la venta ambulante no nos dimos cuenta de su estado y al pobre siempre le cogíamos…Entiéndame, los otros corren como alma que lleva el diablo y son más difíciles. Este apenas puede hacerlo y era sencillo detenerle. Pero al final nos dimos cuenta de que era cojo y la verdad, no es causa de satisfacción coger a un hombre que se busca la vida, aunque sea ilegalmente, que no puede correr. No es deportivo, ni humano. Así que el tío se pone un traje para que podamos reconocerle en el maremágnum de sus colegas. Ya ve usted, nosotros hacemos nuestro trabajo y posiblemente seamos los malos de la película, pero somos humanos, con mujeres, hijos, madres etc…Aunque eso no le entienda la mayoría de la sociedad.

De regreso a casa, me doy cuenta de que el acuerdo tácito entre la policía y el mantero elegante dice mucho de la condición humana. Dice mucho de que detrás de esos hombres y mujeres vestidos de uniforme hay corazones que sienten y empatizan con las desgracias de otros, aunque vengan del otro lado del mundo. Y dice mucho de nuestra clase política a la que no le importan los sentimientos, ni el sufrimiento de aquellos que dejaron su hogar en busca de un futuro mejor. Y a la que tampoco le interesan las inquietudes y vicisitudes de nuestros cuerpos de seguridad.

La batalla continuará día tras día y los únicos que perderán son todos los que se involucran en ella. Mientras tanto, los sochantres políticos, la observaran sentados en cómodos sillones hablando palabras vacuas, sin sentido; soltándonos discursos emotivos sobre los derechos humanos y la democracia.

¡Qué sabrán ellos!

José Romero

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