sábado, abril 20, 2024
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Hablemos de caracoles

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Ya sabe uno que comer caracoles es una de esas cosas que a mucha gente le da un poco de grima, cuando no lisa y llanamente, sin ningún tipo de paliativos, completa repulsión. Los caracoles, piensan todas esas personas, son de naturaleza babosa, viscosa y pegajosa, con ese algo de fofa y gelatinosa consistencia que, lejos de hacerles apetecibles, les convierten en la antítesis del manjar, no ya ideal, sino tan siquiera  lejanamente apetitoso.

Los caracoles, piensan además quienes los aborrecen, huelen a podrido cuando están todavía vivos y alcanzan el colmo de la hediondez en cuanto están guisados. Si asquerosos son los de mayor tamaño, todavía menos apetecibles son los pequeños, que sobresalen como gusanos pardos de sus caparazones blanquecinos.

Los caracoles, sin embargo, gustan tanto en algunas zonas de España que la mayoría de los que hoy en día se consumen provienen de otros países, sobre todo de Marruecos, criados vaya usted a saber con qué falta de cuidados profilácticos. En muchas partes sirven los caracoles, para colmo, sin atender a cuándo sea su época ni recordar siquiera cuando están en sazón. Se olvidan, quizás no del todo inocentemente para dar salida a los muchos quilos acumulados, que la sabiduría popular nos enseñaba aquello de caracoles de abril para mí,de mayo para ti y de junio para ninguno.

La producción del caracol en Marruecos parece ser de muy reciente implantación. No olvidemos que hasta las interpretaciones más liberales de los preceptos islámicos rechazan unánimemente que comer caracoles pueda considerarse lícito. Antes al contrario, el baboso y reptante caracol, que uno no sabe si es el único animal hermafrodita, es uno de esos seres que tanto la tradición como el mismo Profeta descartan por completo de la alimentación para los fieles. Otra cosa muy distinta es por supuesto, aunque aquí cabría señalar algunos matices importantes también aplicables al cultivo de la vid y a la destilación de anisados, que esa producción se destine únicamente a la exportación hacia otras tierras donde no impere el Islam.

Por otra parte, desde un punto de vista etimológico, el caracol no deja de tener su interés. Cada vez son más los que piensan que es una palabra que llegó al castellano no desde el latín, como pretende la Academia, sino desde el catalán. Luego pasó a otras lenguas, como el flamenco, a través de los Tercios, donde perdura el nombre de caricol. Los portugueses, gente siempre más sensata que nosotros, diferencian el pequeño caracol de su hermano mayor, al que denominan caracoleta. Los franceses, sin embargo, poco sutiles, sólo hablan de escargot para referirse a esos gordos y tremendamente babosos, los de Borgoña, que tanto gustan en París sobre todo cuando están ahogados en una salsa de mantequilla, perejil y ajo.

Y por último, no olvidemos nunca que los caracoles también pueden ser ese toque definitivo que, según se mire, culmina o arruina no sólo una excelente paella familiar, acompañada de suegros, cuñados y multitud de sobrinos de todas las edades, sino incluso la hasta entonces acrisolada convivencia de cualquier pareja multicultural. En efecto, los caracoles, igual que de los chivos decía cierto amigo, so deeply British, no es cosa que deban comer ni los fieles ni tampoco la gente civilizada.

 

 

       

    

Ignacio Vázquez Moliní

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