viernes, abril 19, 2024
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El Canto Ostinato

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Cuando uno deambula entre los anaqueles de cualquiera de las muchas bibliotecas históricas en las que casi nunca nadie lee, deteniendo la mirada al azar de los pasos en el lomo de uno u otro volumen, tiene siempre la sensación de que esos libros, más que para ser leídos, fueron reuniéndose al filo de los siglos para completar, con sus encuadernaciones de cuero y oro, la lujosa decoración de unos espacios cuyo prestigio radicaba precisamente en la mera acumulación de un saber potencial, independientemente de que nunca llegara a materializarse.

Sobre todo en Europa, desde los lejanos años del Renacimiento no pudo concebirse que un palacio, un monasterio o cualquier otra institución pública no dispusiese de su propia y bien nutrida biblioteca, concebida como un espacio delimitado y específico en el que, al menos en teoría, la pausa destinada a incrementar el saber se llevase a cabo sin las incómodas interferencias del ajetreo diario. Tal vez sea ese aislamiento el que, a la larga, fue también produciendo la desconexión casi completa de esas bibliotecas con sus potenciales lectores.

Una de esas magníficas e inútiles bibliotecas, espectaculares tanto desde el punto de vista arquitectónico como de su riqueza bibliográfica, es la del monasterio de Mafra, en las afueras de Lisboa, donde, a falta de lectores, se intenta que, al menos, alguien se adentre en su enormidad con la excusa de visitar las salas del palacio adyacente, o de disfrutar de alguno de los conciertos que, de vez en cuando, llenan de vida sus vastos espacios.

Se ha dicho de esta obra que representa como ninguna la fusión entre la música clásica y el jazz más refinado

La semana pasada se escucharon entre sus anaqueles, estremeciendo tal vez las historias que duermen en los miles de volúmenes rescatados del olvido de los tiempos, las notas siempre desconcertantes y magníficas del Canto Ostinato, una de las mejores composiciones de música contemporánea, interpretada a cuatro manos por Jeroen van Veen y Mike del Ferro.

Se ha dicho de esta obra, compuesta en 1976 por el holandés Simeon ten Holt, que representa como ninguna la fusión entre la música clásica y el jazz más refinado. La propia composición del Canto Ostinato otorga a los músicos –dos o cuatro pianistas– la libertad para reinterpretar la partitura, de manera tal que el propio contenido de la obra varía enormemente de un concierto a otro. Lo mismo ocurre con su extensión que, al igual que alguna de la obras de Satie, puede durar desde una hora escasa hasta las más de veinticuatro que requiere su ejecución completa.

En cualquier caso, incluso en sus más breves versiones, los acordes del Canto Ostinato constituyen el fondo perfecto que, a falta de las historias atesoradas por  esos polvorientos volúmenes de la biblioteca de Mafra, facilita la ensoñación de quien tiene el privilegio de escucharlos.

Ignacio Vázquez Moliní

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