viernes, abril 19, 2024
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De estonios y empresarios

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Por motivos que no vienen a cuento, a comienzos de esta semana me encontraba en Finlandia. Y mientras daba un paseo a pie por una de las ciudades-dormitorio próximas a Helsinki, me detuve a observar las obras de lo que pronto será un enorme colegio público.

El barrio destilaba seguridad y bienestar nórdicos. Había carriles bici de tres metros de ancho por los que pedaleaban sin cesar personas de todas las edades; amplias zonas verdes atravesadas por calles limpias por las que circulaban pocos coches y a menos de 30 kilómetros por hora, para no incomodar a los niños que desde los seis años van solos a la escuela. Había también una magnífica biblioteca pública, pistas para patinar y zonas deportivas muy bien mantenidas –nada que ver con los pavimentos desconchados y las canastas y porterías sin red habituales en el sur de Europa- y miles de metros cuadrados de parque vallados para que los vecinos que tienen perros puedan llevarlos a hacer sus necesidades sin molestar ni ser molestados.

El esqueleto del futuro colegio era imponente. Y más imponente me pareció cuando mi acompañante me explicó que el complejo había sido diseñado teniendo en cuenta los últimos avances tecnológicos y pedagógicos. Además, antes de dar luz verde a su construcción, las autoridades educativas habían consultado a los padres del barrio sobre el tipo de centro que querían para sus hijos, y después, los ingenieros responsables de levantarlo habían dedicado varias jornadas a visitar las escuelas de la zona para explicar el proyecto a los niños que el próximo curso llenarán sus aulas y recabar sus propuestas con la finalidad de incorporarlas a la obra. “¿Cuándo aprenderemos a hacer así las cosas en mi país?”, pensé.

Mi fascinación por lo que veía duró hasta que mi acompañante me explicó que la construcción del colegio público avanza a ritmo muy rápido. El motivo es que la empresa adjudicataria ha contratado a trabajadores de la vecina Estonia, que laboran por sueldos más bajos. “Contratando estonios la empresa evita cumplir muchas exigencias que plantean los sindicatos finlandeses”, admitió mi interlocutor en un tono que dejaba traslucir malestar.

Después, hablamos de la siniestra paradoja que encierra el caso: pese a sus impresionantes indicadores de bienestar, la economía de Finlandia está en crisis. Una crisis tranquila, amortiguada por una magnífica red de protección social que garantiza que no habrá jamás una familia sin casa ni un solo parado sin ingresos, pero que no deja de ser una crisis y ha elevado el paro al 10%.

El bajón de la actividad ha obligado al Gobierno de Helsinki a hacer algunos recortes y ha ralentizado el consumo. Y allí, como en todas partes, en tiempos difíciles las empresas demuestran que van a lo suyo: todo vale con tal de maquillar las cuentas. En este caso, prefieren traer de lunes a viernes a extranjeros para hacer las obras antes que emplear a parados locales.

Pero deberían saber que esa decisión, que a corto plazo les beneficia, a la larga se vuelve contra ellas y contra todo el tejido productivo nacional: cuando acaben su trabajo, los empleados del país vecino se marcharán allá a gastar lo ganado, mientras que los locales lo dejarían en los comercios y negocios del propio país. Eso significaría más consumo que redundaría en más empleo y mayor recaudación para el Estado vía IVA y cotizaciones sociales, además de un alivio para las arcas públicas. De ellas, en definitiva, tiene que salir el dinero para levantar los colegios, hospitales, infraestructuras, bibliotecas, carriles-bici de tres metros de ancho y para pagar las prestaciones y las pensiones que garantizan a millones de personas ese mínimo vital sin el cual es difícil que haya paz social ni seguridad en las calles.

Los empresarios de todos los países son propensos a alardear de patriotismo pero poco dados a hacer sacrificios reales por sus países. En tiempos difíciles deberían estar a la altura de las circunstancias y cumplir la indispensable labor social que se les supone y que consiste en dar trabajo a sus conciudadanos. Hacer lo contrario de forma egoísta para mantener pluses, bonuses y otros privilegios particulares arruina primero a las familias, después al Estado y, finalmente, a las propias empresas que para sobrevivir dependen del consumo de los ciudadanos y de las adjudicaciones de obra pública.

César Calvar

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