jueves, marzo 28, 2024
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Las lecturas de los políticos

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Napoleón no fue, ni mucho menos, un gran lector. Se desplazaba siempre por toda Europa, eso sí, al albur de las campañas y de las intrigas palaciegas, llevando consigo una ingeniosa biblioteca portátil diseñada ex profeso para esas situaciones por uno de sus hábiles ebanistas, ayudado por un no menos brillante encuadernador. De esta manera, en el espacio que hubiera ocupado una pequeña maleta, el emperador llevaba consigo las obras que en su tiempo se consideraban imprescindibles para, a través de su lectura, alcanzar la sabiduría, definida según los cánones algo rígidos de los filósofos enciclopedistas.

Desde la superabundancia de libros en la que vivimos, aunque la mayoría sean perfectamente prescindibles, al repasar esa lista de obras del emperador nos despierta, cuando menos, una condescendiente sonrisa que tal vez algún día expliquemos con calma.

Parece ser que Napoleón apenas entretuvo las muchas horas muertas de sus constantes viajes leyendo esos libros que sus contemporáneos más ilustres consideraron imprescindibles. De hecho, las obras de la biblioteca portátil se conservan demasiado bien para que alguien las haya leído nunca al amor de la lumbre del vivac, en el descanso forzado al bajar los grandes ríos en barcazas inestables, o en el vaivén del carruaje imperial al cruzar los tormentosos caminos de media Europa. De hecho, apenas un libro, 'El Príncipe', acompañó al emperador hasta el desastre final de Waterloo.

En el ejemplar que el propio duque de Wellington recogió en el coche del emperador figuraban numerosas anotaciones marginales que, en las ediciones actuales, suelen acompañar y enriquecer el texto maquiavélico.

Otros personajes de la Historia tampoco se han caracterizado por un gran afán lector. Se cuenta de Mussolini que, aunque en sus tiempos de periodista leyera algo más, confesó en cierta ocasión que terminaba los libros en un santiamén, leyendo apenas un par de hojas del principio, otras tantas en medio del volumen y tres más del final.

Tal vez alguien recuerde todavía que José María Aznar, el antiguo presidente del Gobierno, tuvo una temporada en la que repetía las bondades de releer las obras de Manuel Azaña, pero no 'El jardín de los frailes' o 'La velada en Benicarló', sino los tomos algo soporíferos de las 'Memorias políticas y de guerra'. También Alfonso Guerra citaba machacona y sorprendentemente a Clausewitz y recomendaba la lectura de 'Sobre la guerra'.

Ahora hemos visto que Pablo Iglesias no sólo ha leído sino también incluso subrayado alguna obra literaria, sin intentar emular, ni mucho menos, al emperador francés. Este político se ha concentrado en las páginas de la excelente biografía de Fouché, obra de Stephan Zweig, en la que trata de explicar la cambiante personalidad del jefe de la policía imperial. Uno piensa que es buena esta dedicación a las páginas de Zweig. Sin embargo, tal vez fuera aún mejor que no sólo Pablo Iglesias, sino también los demás políticos que España tiene en estos confusos momentos, leyesen y subrayasen 'El mundo de ayer', otra de las obras de Zweig que, sin duda, les harían reflexionar todavía más que las vivencias de Fouché.      

Ignacio Vázquez Moliní

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