viernes, marzo 29, 2024
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Identidad e imitación

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En la estrategia de conquista de una posición social, el arma convencional más utilizada ha sido siempre la imitación. Como nos recordaba Juan Benet, la burguesía emergente imitaba a la aristocracia para intentar ser considerada como ésta, para conseguir el estatus deseado, ambicionado. Galdós lo describía perfectamente en sus novelas, con tantos personajes de “quiero y no puedo”.

La identidad de cada grupo, labrada durante siglos a base de religión, lengua, posición económica, no se subasta. La sociedad establecida, organizada y protegida, exige que el que se quiera incorporar deba imitar ese conjunto de hábitos, convenciones y formas que considera esenciales.

Para ser admitido en su club, para ser ‘idéntico’, hay que cumplir una serie de requisitos. La imitación parte de la admiración y del deseo, pero suele basarse en la falsedad, en un fingimiento, una máscara necesaria para “hacerse pasar por”.

La más evidente diferencia hoy es la del inmigrante o peregrino que sabe que nada tiene ni va a tener, a no ser que se ‘integre’. Muchos consideran que los inmigrantes ponen en peligro la sacrosanta identidad.

Como la diferencia se ha considerado sospechosa, tanto si era meramente accidental (extravagancia, bohemia) como si era real, el que recibe no suele ver ninguna necesidad de adaptarse, de abrirse o de cambiar para permitir nuevos miembros en su exclusivo y excluyente club. Se considera perfecto. La identidad, ese peligroso concepto que ha degenerado en nacionalismos, es la peor consejera para resolver este conflicto. Los austríacos parecen haber elegido esta vía. Qué le vamos a hacer.

Las sociedades receptoras, con cierto orgullo que desemboca en soberbia, no admiten a los inmigrantes en el estado en que vienen. Les requiere que se quiten, que anulen su personalidad si quieren formar parte de la sociedad. Y aun así, perdurarán las diferencias y los prejuicios, como sucedió en España durante siglos con los conversos, con los chuetas mallorquines hasta casi hoy.

Muchos de los inmigrantes, por definición, son considerados inasimilables, que no se pueden integrar. Como tienen otra religión, otra lengua, otras costumbres, nos parece que son ellos los que tienen que cambiar. Como si nuestra sociedad uniformizada fuera perfecta. Aunque es claro que los que llegan deberán respetar las leyes, la igualdad de sexos, los deberes familiares y cívicos, no tienen por qué disfrazarse de españoles ni tratar, infructuosamente, de imitarnos.

La buena noticia es que nuestra forma española de vivir, sin grandes idealismos abstractos, es más accesible y asumible por los extranjeros, porque es menos encorsetada, encopetada y cartesiana que otra europeas. El ‘nadie es más que nadie’, fundamento ancestral de esa cosa extraña que llamamos pueblo español, reverbera positivamente –sin notarlo nosotros- en cómo aceptamos a los extranjeros. No les exigimos que nos imiten. Vivimos y dejamos vivir.

Quizá en Europa debamos cambiar nuestro obsoleto y periclitado concepto de nación, de identidad, ese que a tantos funestos nacionalismos llega, e intentar definirnos de otra manera para que nadie sea más que nadie.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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