jueves, abril 18, 2024
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El sol de media noche

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Es una lástima que, salvo mi buen amigo Jaime-Axel, hoy en día casi nadie lea las novelas de Pierre Benoit. En una de ellas, quizás no de las mejores pero sí de las más entretenidas, El sol de medianoche, se recrea la vida en el lejano Oriente, entre cosmopolita y marginal, de los refugiados europeos de entreguerras. El título de la novela se refiere al nombre de uno de los cabarets que, casi en medio de la nada, surgieron para dar triste amparo, entre alcohol barato, drogas insospechadas y sexo de alquiler, a una multitud de seres cuyo único refugio en los siniestros años que precedieron la segunda guerra mundial fueron las casi inexploradas tierras de Manchuria, cuya falsa prosperidad acabó de golpe con el inicio de la guerra y la desaparición del protectorado japonés.

La trama de Benoit, hasta cierto punto autobiográfica, no se basa tanto en la descripción de ese submundo de desplazados por la violencia creciente en Europa, como en la de la tensión amorosa entre uno de ellos y cierta cabaretera de proverbiales encantos, en realidad rusa blanca, hija de un general del ejército zarista. Sin embargo, de alguna manera, El sol de medianoche, anuncia las muchas desgracias que luego sucederían tanto en Europa como en el lejano Oriente. Completa otras novelas de aventuras de Pierre Benoit, sobre todo La castellana del Líbano, La Atlántida y El desierto del Gobi, que conviene no olvidar del todo aunque sólo sea para que Jaime-Axel no siga siendo su único lector.

El pobre Benoit no tuvo la suerte que hubiera merecido un escritor de su valía. No sólo su obra ha caído en el olvido, sino que en vida fue juzgado después de la liberación de Francia como otros muchos escritores, no tanto por colaboracionista, como fue el caso de Céline, sino por no haber demostrado suficiente oposición intelectual al siniestro régimen de Vichy. Precisamente, otro de esos grandes escritores franceses de tan convulso período, Paul Claudel –quien muy diplomáticamente admiró primero al mariscal Pétain y luego al general De Gaulle– se escandalizó de las aventuras amorosas de Benoit, unido entonces a cierta hermosa libanesa, hasta el punto de negarse a recibirle cuando llegó a visitarle en la embajada francesa en Tokio.

En El sol de medianoche, uno de los personajes describe China como un inmenso cementerio al aire libre, en el que los cadáveres, como hoy ocurre en muchos lugares de Oriente Medio, se abandonan para huir cuanto antes del peligro inminente, ya fuera entonces por la llegada de las tropas japonesas o ahora por la de milicianos islámicos. Ese personaje, mezcla a partes iguales de cínico perfecto y sufrido fatalista, no se indigna al ver las penurias de quienes se ven obligados a buscar refugio, sino más bien al descubrir que, una vez acabada la guerra, esos míseros refugiados chinos, como hoy ocurre con los sirios que Europa rechaza sin escrúpulos, puedan llegar a disfrutar algún día de un sistema democrático y, una vez libres de tantos sátrapas ancestrales, decidir libremente su destino.

Ignacio Vázquez Moliní

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