jueves, marzo 28, 2024
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Los muertos de Lahore

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Lahore queda muy lejos. Mucho más que París y Bruselas. Incluso más que Beirut. Está tan lejos que los últimos asesinados, la mayoría mujeres acompañadas de sus hijos mientras celebraban la Pascua en el parque del poeta Muhammad Iqbal, apenas alteran nuestras conciencias. Esta vez han sido más de setenta víctimas, que se suman a la larga lista de cristianos asesinados en un país como Pakistán, que se pretende islámicamente homogéneo, en el que todo lo que se salga de la línea oficialista –ya sean los casi tres millones de cristianos, los incontables hindúes o los laicos cada día más numerosos– sobrevive a merced del capricho de unas autoridades que no toleran la discrepancia y que, llegado el caso, no ven cómo se aproximan los ataques contra los que consideran ajenos a un sistema que sólo puede funcionar al seguir siendo excluyente.

Muy poco sabemos de Lahore, aquella ciudad mítica que describía Rudyard Kipling como “ese maravilloso, sucio y misterioso hormiguero”. Recordamos, tal vez, la arquitectura de sus mezquitas estilizadas, la inmensidad vacía de sus parques mongoles, la elegancia de sus catedrales, tanto católicas como protestantes y, sobre todo, la simbología de ese fascinante edificio que es el museo de Lahore. De hecho, es frente a sus puertas, ante el hermoso cañón de bronce ganado a los afganos, que comienzan las aventuras del famoso Kim, cuando conoce aquel lama, algo lunático, que deambula sin rumbo en busca del río perdido. También puede que recordemos la descripción de aquellos amurallados caravasares, donde concluían su largo viaje las interminables caravanas de camellos trayendo, tras superar mil peligros, las preciosas mercancías de Cachemira, Afganistán y la China.

Lahore ya nada tiene que ver con aquella ciudad cosmopolita en la que convivían multitud de razas, lenguas y religiones, desde hindúes y musulmanes hasta cristianos, tibetanos y chinos. De hecho, el propio Muhammad Iqbal, padre espiritual de Pakistán, escribía versos tanto en urdu como en persa e inglés, sin que su decidida apuesta por un Pakistán independiente del resto de la India significase en ningún momento la exclusión de los no musulmanes.

Convendría preguntarse, no sólo en esta Europa triste que hoy tenemos, sino sobre todo en los centros intelectuales de Islamabad y de Karachi, qué hubiera escrito hoy Iqbal al ver cómo el país que soñara se ha transformado en un infierno para todo el que no comparta la visión reduccionista de ese Islam falsificado que algunos quieren imponer a toda costa. 

Ignacio Vázquez Moliní

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