jueves, abril 25, 2024
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Los setecientos de la gloria

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En el año de nuestro señor de mil novecientos veinte, España se hallaba inmersa en una desastrosa guerra en África, contra los rifeños marroquíes liderados por Abd el-Krim. Como aquello era un despropósito político-como siempre-, pagado con la sangre de los soldados españoles-como siempre-, la empresa no podía más que terminar en desastre.

El comandante general de Melilla, Manuel Fernández Silvestre, decidió avanzar por territorio hostil para llegar hasta Alhucemas, pero pronto se vio encerrado por unos 18.000 rifeños en el campamento de Annual. Previamente, el enemigo había tomado distintas posiciones españolas, acuchillando y torturando a los españoles que se rendían. Era un desastre de proporciones épicas.

El soldado español de aquella época estaba mal preparado y equipado, con la moral por los suelos por culpa de la incompetencia de muchos de sus jefes. Representaban a una nación convulsa, arruinada; que aún lamía las heridas provocadas por la pérdida del Imperio. Pero como siempre, con ese afán fatalista que nos infiere carácter, cumplían con su deber, a pesar de ni siquiera conocer los motivos de porque debían defender aquellas tierras lejanas, duras y sin valor alguno.

Al verse rodeados y en una situación desesperada, el 22 de julio de mil novecientos veintiuno, se da una orden sin sentido: ¡sálvese quien pueda! Los soldados españoles comienzan entonces una retirada caótica entre gritos de pánico, tratando de alcanzar Melilla. Cada uno intentando salvar su propio pellejo. Sabido es por cualquier militar, que la gran mayoría de las bajas se producen en las retiradas desordenas, donde el enemigo mata a placer al que huye. Por supuesto que la máxima del ejército israelí de nuestros días “en situaciones desesperadas, todo el que tenga rango permanecerá cubriendo la retirada de los que no lo tengan”, no tenía sentido en la milicia española de aquella época. Y así nos fue. 5.000 hombres huyeron y la posibilidad de que sobrevivieran era prácticamente nula.

Era un desastre de proporciones épicas

Fue entonces, cuando entró en escena el Regimiento de Caballería Alcántara. Con un calor sofocante, el polvo de los pedregales reventando los pulmones de bestias y hombres, reciben la orden de cubrir la retirada de los españoles.

El regimiento estaba mandado por un jefe accidental: el Teniente Coronel Primo de Rivera -¡maldita memoria histórica!-, que observando como el enemigo trataba de cortar el paso de los hombres que huían con el fin de aniquilarlos, reunió a sus oficiales diciéndoles:

– La situación, como ustedes verán, es crítica. Ha llegado el momento de sacrificarse por la patria, cumpliendo la sagradísima misión de nuestra Arma. Que cada uno ocupe su puesto y cumpla con su deber.

Así, con esas sencillas, directas y emotivas palabras, se selló el destino del regimiento.

En primer lugar, se calmó a los soldados, poniéndose orden, obligándoles a marchar entre la formación del regimiento, para protegerles del fuego, formando una barrera con sus cuerpos y monturas. A la vez, se mandaba pequeños grupos a las alturas para desalojar al enemigo, logrando así, salvar a miles de españoles, a los que pusieron a salvo en Ben Tieb, una localidad cercana.

Pero no había concluido su misión. El día veintitrés parte de nuevo para continuar dando protección a los que continúan huyendo. Era necesario dar múltiples cargas. Antes de realizar la última, conocedor de que van a una muerte segura, Primo de Rivera arengo a sus hombres pistola en mano diciendo: «¡Soldados! Ha llegado la hora del sacrificio. Que cada cual cumpla con su deber. Si no lo hacéis, vuestras madres, vuestras novias, todas las mujeres españolas dirán que somos unos cobardes. Vamos a demostrar que no lo somos«.

La lucha resultó atroz, cruel, llegando incluso al cuerpo a cuerpo -sobre todo en la acción del rio Igan-, donde se cargó con el  sable llamado “Puerto seguro”, en mano.

Carga, retirada, reagrupamiento y vuelta al combate. Los caballos, desfallecidos, los jinetes heridos, dando lo mejor de sí, llegando a realizar la última carga al paso, por culpa del terrible cansancio acumulado. Imagínense ustedes lo feroz del combate y los huevos que le echaron aquellos españoles renegridos por el sol. Sabían que iban a una muerte segura, pero para ellos fue más importante cumplir con el deber sagrado de proteger a los suyos, que sus propias vidas.

El 80% de los hombres del regimiento resultó baja y el 12 % cayó prisionero

Setecientos caballeros gloriosos, lograron tener en jaque a un enemigo mucho más numeroso, salvando así a miles de compañeros de armas. El 80% de los hombres del regimiento resultó baja y el 12 % cayó prisionero. Tal fue la brutalidad de los combates y el sacrificio que realizaron por su patria y compañeros de armas.

Por aquella acción, la unidad fue propuesta para la Cruz Laureada de San Fernando, pero por motivos desconocidos-políticos, sospecho-, el expediente se detuvo.

Noventa y un año después, el uno de Octubre del año dos mil doce, en el patio de armas del Palacio real de Madrid, su Majestad el Rey Juan Carlos I, impuso la ansiada condecoración al Regimiento, convertido ahora en Regimiento de Caballería Acorazada, como mandan los tiempos en que vivimos, en un acto que paso prácticamente inadvertido para la ciudadanía. Desde entonces, la bandera regimental, luce la corbata roja que atestigua su heroica historia.

Pero los hombres y mujeres de bien, siempre recordaremos a aquellos soldados, que en una jornada calurosa, allá en la tierra mora, dieron su vida por su patria y por sus hermanos, demostrando que el pecado de la cobardía, no iba con ellos.

Muchas esposas, muchas novias, muchos hijos, lloraron en la lejana España a aquellos valientes.

Eran tan solo setecientos hombres.

Los setecientos de la gloria que cabalgaron por el valle de la muerte.

José Romero

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