Puesto que me han invitado, junto con mi esposa, al cumpleaños de un muchachito de madre ecuatoriana y padre dominicano, acudimos al evento con nuestras mejores galas.
Situado en el madrileño barrio de Vallecas, se trata de un hogar modesto pero digno y limpio. La madre, una mulata de Quito, ha preparado comida de la tierra: yuca, patacones y pollo asado con salsa de aji. El padre, un dominicano de los de manual, con gorra beisbolera calada en la cabeza, aparece con cerveza y vino español en honor a mi presencia.
La criatura cumple un año, y la casa se encuentra engalanada con adminículos de Disney pegados en las paredes y una gran tarta con la foto del bebé impresa en la dulce masa.
Poco a poco llegan los demás invitados: dominicanas orondas con sus retoños, algún ecuatoriano e incluso un boliviano amigo de la familia. Allí se encuentran gentes de todas las edades, aunque ganan por goleada los matrimonios jóvenes. Resulta que en todo este batiburrillo étnico, el único español soy yo.
Los chicuelos corren por el pequeño comedor, mientras los papás y las mamás conversan animadamente mientras beben cerveza. Lo cierto es que no me siento desplazado, ya que todos intentan complacerme en menor o mayor medida, conscientes de que soy ajeno a sus chanzas y costumbres.
Como me canso un poco de la música que suena en una tablet sincronizada al efecto -ya que no soy muy bachatero-, pido permiso al amo de casa para poner música infantil española, el cual me concede gustosamente.
Lo primero que se me ocurre es buscar en Youtube las canciones de mi infancia, por lo que busco los videos de Los payasos de la tele
Lo primero que se me ocurre es buscar en Youtube las canciones de mi infancia, por lo que busco los videos de Los payasos de la tele. De repente, el aparato comienza a desgranar Susanita tiene un ratóny ante mi sorpresa, todos los presentes la tararean.
¡Conocían la letra! ¡Increíble!
Pero mi sorpresa se torna en conmoción cuando se da paso al Hola Don Pepito, Hola Don José, Mi barba tiene tres pelos y así todas las míticas canciones de Gaby, Fofo y Miliki, y todos los presentes, incluidos los infantes las entonan a voz en grito.
Reconozco que me emociono al comprobar que estas personas, llegadas de allende los mares -que dirían los antiguos-, se han criado conociendo las canciones de cuando yo era chinorri.
Resulta, que a diez mil kilómetros de distancia, hay un mundo que comparte muchas más cosas con nosotros que el idioma o la religión.
Resulta, que durante mis años de infancia, cuando en mi humilde casa existía una televisión en blanco y negro con tan solo dos canales, tres botones y un mando en forma de rosca, estaba contemplado como se forjaba la historia y yo sin saberlo.
Resulta, que no solamente hemos dado al mundo el botijo, el jamón o la fregona; también les hemos regalado alegría infantil en forma de canciones. Y todo gracias a unos genios que llenaron las tardes de onza de chocolate con pan, huevo batido con quina de Santa Catalina como reconstituyente y el olor limpio de la ropa que nuestras madres planchaban con esmero, mientras escuchaban en la radio el programa de Elena Francis, vigilándonos de reojo a la par que jugábamos a las canicas o a las chapas.
Resulta que no necesitábamos mucho para vivir, que éramos felices con poco, que no teníamos internet ni teléfonos móviles, pero cantábamos en el recreo mientras veíamos como las niñas saltaban a la comba.
Resulta que se me cayeron las lágrimas cuando recordé todo aquello, pero que sentí muy dentro de mí el orgullo de haber conocido una época, que muchos dicen fue en blanco y negro, pero que para los niños de mi generación fue de colores increíbles y canciones que perduran a través de las generaciones de uno y otro lado del charco.
Gracias, Gaby, Fofó y Miliki, gracias.
José Romero