jueves, marzo 28, 2024
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La camisa del hombre feliz

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Hace mucho tiempo, en un pequeño país de desconocida ubicación geográfica, el hijo del presidente se puso enfermo de melancolía. No comía, no dormía y se despertaba con ganas de llorar. Su padre, hombre honesto, ordenó que los mejores médicos del país acudiesen a la residencia presidencial con el fin de tratar la extraña enfermedad de su querido hijo.

-Señor -le dijeron-, la dolencia de su primogénito es muy extraña y mucho nos tememos que carece de cura.

El presidente, loco de tristeza, llamó a sus consejeros para solicitarles la búsqueda de una solución. De entre todos, el más acertado fue uno joven, que lucía el pelo recogido en una hermosa coleta y era un luchador de los derechos humanos.

-Señor -aconsejó-, seguramente vuestro hijo está enfermo por la vida de opulencia que lleva. No es feliz, ya que el poseerlo todo no hace a las personas más sanas, ni mejores, las transforma en seres infelices y sin metas. Seguramente sanará si se pone la camisa de un hombre feliz.

El presidente -que había leído a Marx-, estuvo de acuerdo en que su hijo era un joven consentido al que no faltaba nada -eso sí, se había negado a comprarle un Ferrari para que el pueblo no se indignara y le diese un revolcón en las próximas elecciones-, así que ordenó al servicio de inteligencia buscar a un hombre feliz por todo el reino.

Partieron los agentes en todas direcciones, recorriendo el país en busca de un hombre feliz, pero no lo encontraron. Todos andaban hasta los huevos de pagar impuestos, de trabajar muchas horas por sueldos miserables y ninguno se declaraba enteramente feliz con la vida que les había tocado en suerte. Así que regresaron con el rabo entre las piernas con las malas nuevas para el presidente.

Éste, desesperado, escucho de nuevo a su consejero:

-Eso es que no han buscado bien -manifestó-, hay que visitar los barrios pobres. Es ahí donde la gente es feliz. Se conforman con lo poco que tienen y conllevan la pobreza con espíritu alegre.

De nuevo, se ordenó la búsqueda del hombre feliz, pero esta vez a las tropas, ya que los barrios bajos eran bastantes peligrosos y no era cuestión de tener algún disgusto. Los soldados buscaron, interrogaron, pero resultó que los pobres no tenían camisa, y muchos ni casa porque los habían desahuciado.

Una tarde, un pelotón de soldados que merodeaba por las calles insanas de un barrio de las afueras de la capital, observó un hombre que vivía en una chabola fabricada con cartones del Carrefour. Cantaba y bailaba al son de la música que entonaba una pequeña radio de pilas. Pero lo mejor, era que el hombre llevaba puesta una camisa.

El sargento que mandaba la tropa, preguntó al individuo si era feliz, a lo que este respondió afirmativamente. Paso a explicarle entonces el motivo de su misión, requiriéndole para que regalase la camisa en pro de la salud del muchacho enfermo.

-¡Unos huevos! -respondió indignado-Para una camisa que tengo, la voy a regalar ¡No te jode!

El sargento, ofendido por el egoísmo de aquel tipo tan insolidario, ordenó a sus hombres que utilizaran la fuerza y arrebatasen la camisa al tipo. Este resistió, pero los otros eran superiores en número y le dieron una paliza. Al final, le quitaron la camisa y la llevaron a la capital. El pobre quedó tendido en el suelo, magullado y herido más en su orgullo que en la carne.

Cuando el presidente, contento por el éxito de la misión, corrió en compañía de su asesor a las habitaciones donde el muchacho convalecía, enseñándole la raída camisa.

-Ahora sanaras -dijo entusiasmado-. Esta es la camisa del hombre feliz. Póntela.

El joven miró con estupefacción aquel trapo y acongojado, dijo:

-Yo no me pongo esa mierda, papa. Yo lo que quiero es el Ferrari color rojo que tiene el asesor y montarme una orgia con cuatro o cinco tías buenas.

El presidente miró a su asesor interrogándole con los ojos, pues no entendía nada.

-La riqueza, los bienes materiales, no dan la felicidad -dijo este dirigiéndose al príncipe-. Lo importante es cultivar el espíritu, la honradez, la cultura, la solidaridad, el respeto a los demás…

-Ya -respondió el muchacho-, eso no te lo crees ni tú, consejero.

El presidente, con la vena de la frente hinchada, amonestó al asesor, ya que desconocía que poseyera un Ferrari. Éste se disculpó diciendo que era un capricho, que se trataba de una fruslería, que lo importante era la solidaridad, el amor, el pacifismo. Pero el presidente cortó firmemente el discurso diciendo:

-A partir de ahora, en prueba de solidaridad con mi hijo enfermo, le regalaras el Ferrari y como sois de la misma talla, también la camisa de Armani que llevas puesta. Y por supuesto, estas despedido.

De esta manera, el asesor salió del palacio presidencial con deshonor y marcho a vivir a la ciudad. Allí, comido por la envidia y corroído en su interior por el odio más cerval, montó un partido político junto al pobre de la camisa -que también andaba jodido por andar semidesnudo-, presentándose a las elecciones. Su lema fue: “Si gano, todos tendréis un Ferrari de color rojo y una camisa de Armani, excepto yo que tendré dos de cada uno”

¡A Dios rogando y con el mazo dando!

José Romero

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